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O eres muy chulo, «satánico y de Carabanchel», como Santiago Segura («El día de la bestia»), o eres rematadamente bueno. Mikel Landa y Garbiñe Muguruza son dos deportistas excepcionales y dos personajes. El ciclista es chuleta e inconformista; la tenista, frágil y rebelde. Él obedece las órdenes de equipo y abriga al líder hasta que el Fabio Aru –Giro 2015– o el Froome –Tour 2017– de turno muestran una debilidad incompatible con su ambición. Ella juega al tenis como los ángeles hasta que el demonio que todos llevamos dentro en su caso es indomable y asoma. Mikel escucha la bronca de Nicolas Portal, francés y director del Sky, por no haberse quedado con el jefe en la rampa criminal de 200 metros, antesala de la meta, y le cuesta entender que no le felicite después de firmar un etapón junto a Nieve tirando kilómetros y kilómetros del maillot amarillo. Garbiñe pelea con Sam Sumyk, su entrenador francés, porque cuando juega mal se le cruzan los cables y no atiende a razones.

Landa se comprometió con el Sky para ejercer de guardaespaldas del keniano cuando coincidieran. En la llegada a Peyragudes se pasó las órdenes por el forro. Tan cierto como que si se hubiese quedado a tirar del líder, su antiguo jefe, Aru, vestiría también de amarillo con algún segundo menos de ventaja. No fue la distancia sino el gesto. Mikel, quizá el más fuerte del Tour en este primer contacto con los Pirineos, fue incapaz de contener el ego. Cuestión aparte es que Chris flojea y que Fabio no le sacó más tiempo porque le faltó valor para atacar antes.

A Landa le cuesta sujetar los caballos y Garbi, bajo el paraguas de Conchita Martínez, mantiene los nervios a raya. Le queda un partido para ganar su primer Wimbledon. Es la final, contra Venus Williams, vencedora en 2000-01-05-07-08. Si conserva la calma, triunfará.