Francisco Nieva
Ory, un misterio exquisito
Cuando se trata de rememorar el gran talento poético de Carlos Edmundo de Ory me remito a una impresión determinante: éramos muy jóvenes, Ory vivió en mi casa una larguísima temporada, escribió a mi lado poemas magníficos y fue mi mejor consejero literario.
Era muy singular y específica de Carlos su necesidad de exotismo, no sentirse español sino patriota de un «mundo-otro», arcano y sumergido. Una atlántida o algo por el estilo.
Los dos queríamos salir de España –la España de Franco– y a los dos nos becó –supuestamente– un psiquiatra argentino un tanto delirante, pero él nos hizo más patente la necesidad que teníamos de desarrollarnos en un mundo más libre. Por su influencia dimos el salto. Yo volvería a residir en España y Ory se quedó fuera para siempre. Siempre quiso sentirse «fuera». No tanto en Francia, sino en ese «mundo-otro», arcano y sumergido. A veces, bromeando, hablaba «en extranjero», una lengua que se inventaba, con sonoridades extrañas y entonaciones de tribuna. Predicaba en esa lengua, como un profeta incomprensible.
Esto era el hechizo y la fascinación de su poesía. El «más allá» poético de Ory hubo de fascinarnos a muchos. «El mundo de Edmundo» era de una originalidad impactante, de sorpresa continua, un rielar de imágenes surrealistas de una espontaneidad y una riqueza extrañas. Ory es uno de los mayores poetas españoles del siglo XX.
Mientras Carlos permanecía en Francia, yo corría mis aventuras teatrales en Berlín, en Venecia, en Palermo... y a menudo pensaba en él. - «¿Por qué Carlos no es ya famoso y reconocido en su país? ¿Por qué Carlos no tiene quienes le pongan en valor?»
Pero sí los tenía. Una valiosa minoría tenía buena cuenta de Carlos. La poesía en español ha recibido con él un gran regalo, un ornamento de lujo que vamos a estar descubriendo, maravillados, año tras año. Nunca terminaremos de sorprendernos con ese surtidor andaluz del que brota un constante goteo de imágenes brillantes y profundas.
Carlos escribió en una noche, delante de mí, los «Cinco poemas edmundianos». Nada más terminar aquel derroche de relámpagos del subconsciente poético, me lo leyó y me quedé pasmado. ¡Era tan nuevo lo que oía!
Acelga y bolo dátil de la cueva
estrella y frío de la gruta hermano
invierno de jinete en el kilómetro
un lirio lluvia de la mona al nido
oso pava kilate rey del salto...
Era lo mismo que un tornado que trasportaba todas las voces y las imágenes de la vida en una confusión entusiasta y arrebatada. Eran frases cortas, endecasílabos cerrados y auto-suficientes, como una jaculatoria. Cada uno era una sentencia tan lapidaria como enigmática. Adivinanzas sugerentes, voces que se pierden sin concretarse. Frases arrancadas a la sombra del tiempo y del recuerdo, un loco girar de materia poética fragmentaria. Me parecía escuchar a una persona en trance y en una ceremonia mágica. Temblaban los papeles en sus manos.
Significa la prematura adivinación de lo más nuevo que aportarían las juveniles conquistas de la percepción, su descomposición y recomposición del mundo. Nos parece que ese mundo explota en torbellino y nos absorbe, nos trasporta y confunde con infinidad de fragmentos preciosos y misteriosos, en confusa levitación. Nada más semejante a lo que, entre adictos a la psicodelia, se llamaba «todo un colocón». William Borroughs le hubiera leído con franco estupor.
¿La razón de su escasa fama y proyección? Porque escribía en español y porque España se mueve más lentamente, conoce más tarde lo mejor que produce y no lo detecta a su tiempo. Tenemos que aceptarlo. El «postismo», que fue premonitor de la posmodernidad –y del que Carlos fue el mejor representante–, no tuvo ningún eco en España ni fuera de ella, como es «natural». Los historiadores de las tendencias no lo tienen en cuenta, existiendo un testimonio tan fehaciente como Carlos Edmundo de Ory. Una fatalidad bien lamentable. Digamos que si Ory no tuvo la suerte de nacer en el sitio adecuado, la corta vida del «postismo» fue, sin embargo, una pista de despliegue muy favorable, aunque enseguida se despojara de cualquier tipo de sistematismo.
Y me queda por concretar una cosa más: he dicho surtidor andaluz, porque entre tanto lujo poético aparecen en su obra –como otra sorpresa más– «cuchufletas sublimes» de un gaditano antiguo –de Gades–, un egregio guasón, un funámbulo que hace juegos malabares con la palabra, que habla con «Satanás al teléfono» con «gracia pajolera» y una deslumbrante recámara. Ese gaditano exquisito es también Carlos Edmundo de Ory.
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