Iñaki Zaragüeta
Otra vergüenza nacional
Cuando Cicerón afirmó que «ningún hombre sabio pensó jamás que un traidor podía ser confiado» debía estar pensando en las personas normales y corrientes, no en la Justicia en el momento que pone en marcha su maquinaria ni en los funcionarios que la manejan. Si no, que se lo pregunten a Francisco Granados, David Marjaliza, Alejandro de Pedro, Antonio Borrego, Elena María Fernández, José María Fraile, Carlos Alberto Estrada, Olga Fernández y tantos otros que se encuentran inmersos como reos en la denominada «operación Púnica» y bajo la investigación del magistrado Eloy Velasco.
Como debe acontecer en una democracia desarrollada, la condena ha de llegar a todos los culpables, más si cabe a quienes han traicionado al partido que los designó para defender los intereses colectivos y a los propios ciudadanos, sirviéndose de su puesto privilegiado para manejar el dinero público. Y, por supuesto, a aquellos que urdieron las maniobras para delinquir y para seducir a quienes por naturaleza portaban dentro de sí el gen del mal.
Todo eso por el aspecto judicial. Queda el político, a que tan renuentes han estado los partidos para contrarrestarlo. Hoy ya no hay más salida que el mecanismo automático. Lo exige la sociedad actual como consecuencia de la proliferación de casos de corrupción en la política española. Da la impresión de que han tomado nota.
Sucede en este tipo de macro-escándalos que no sólo pagan los delincuentes –a veces, ni siquiera todos– sino que la mancha salpica a quienes son citados por los malhechores en sus conversaciones sin haber intervenido en algo de qué avergonzarse. Su efecto puede llegar a ser demoledor social, familiar y hasta económicamente. Así es la vida.
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