José Luis Alvite
Pajarería con perros
En la barra del bar en el que desayuno por la mañana hay a veces dos tipos hablando a gritos mientras llevan tres conversaciones distintas en las que, curiosamente, opinan lo mismo. Me consta que no están enfadados e imagino como sería el tono de sus voces si discutiesen por no estar de acuerdo. Pienso también en lo que ocurriría si uno de ellos se sintiese muy ofendido por las palabras del otro y la cosa pasase a mayores. Yo miro la tele sin enterarme de nada, como si hubiese entrado en una pajarería en la que ladrasen dos perros. El dueño del bar no dice nada y también hace ruido con la cafetera, con las tacitas, con la cubertería y con las narices al arrastrar los mocos hacia la garganta, que le suena como una carambola de flemas. Una madrugada entré en un bar de copas aún más ruidoso y al cabo de media hora de espera conseguí que al pedir un gin-tonic, el camarero me sirviese una cerveza. Somos un país de ruido en el que se considera que un local tiene buen ambiente si es imposible que alguien te escuche. A lugares así tenía por costumbre acudir con alguien sólo en el caso de que necesitase librarme de su conversación y perder poco a poco su amistad. No son lugares para mí, que procuro encontrar locales sin éxito en los que el dueño toma de vez en cuando una copa para engañarse a sí mismo haciéndose a la idea de que ha mejorado su recaudación. Encuentro aceptable el ruido de los terremotos y el estruendo de las guerras, el vocerío del pánico y el fragor de la batalla, pero no soporto que dos tipos griten si están de acuerdo y armen un terrible jaleo al disputarse el privilegio de pagar las copas. Por eso me gustan los portugueses, que en las aglomeraciones sólo levantan la voz para disculparse con el tipo que les ha pisado.
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