Martín Prieto

Pedro Sánchez

En 1977 convencieron a Adolfo Suárez de extraer de su exilio a Josep Tarradellas, considerado heredero de la Generalitat catalana, trayéndolo a Moncloa en un intento preconstitucional de quitar hierro al «problema catalán». Suárez no era un intelectual y acababa de decir que el catalán era un dialecto, con lo que la entrevista acabó en gritos. En papeles ológrafos del catalán se alude al intercambio de epítetos como niñato y gagá. Tarradellas salió al porche del palacete y a Suárez le pusieron el audiovisual. Aquel hombrón anciano con la mejor de sus sonrisas comunicó que el encuentro había sido grato y constructivo y que esperaba mantener más reuniones con un hombre de la talla del Presidente. Suárez, que tenía buenos reflejos, ordenó de inmediato a sus fontaneros otra cita con Tarradellas y organizarle un encuentro con el Rey. Pedro Sánchez a la salida de una entrevista con Rajoy no ha usado la vieja escuela que no conoce y se ha desbarrancado en una sarta de sandeces de parvulario contra el primer partido del país, impropias no ya de un líder político sino de cualquier persona educada en modales. Parecía Alejandro Lerroux cuando era «el Emperador del Paralelo». Luego marchó a cenar a un reservado con Pablo Iglesias para informarnos del menú y de su charla sobre la liga de baloncesto estadounidense, asunto nada trivial. Si tras todas las horas que invierte cada día Pedro Sánchez en equivocarse dedicara unas pocas libres a reflexionar sobre el futuro de España y las generaciones posteriores a la suya despuntaría como el conductor de la socialdemocracia que necesita este país. No le haría falta ni ser joven, ni simpático ni atractivo. Pero sólo le interesa el PP para gobernar Andalucía y pactar con una macedonia de partidos, partiditos, asambleas, plataformas y demás radicalismos de juguetería. Nadie la pide a don Pedro que se case con Rajoy o forme gobierno con el PP, o deje de hacer oposición, sino que admita el peso de un voto conservador tan respetable como el suyo.