Ángela Vallvey

¡Perdone!

La Razón
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Hace poco, iba yo conduciendo en una noche oscura, por una calle tan iluminada como pudo haberlo estado en el siglo XVII, cuando un viandante empezó a lanzarme improperios que atravesaron la ventanilla del coche con la furia de una serie de pedradas. El tipo estaba parado, y más o menos relinchando, a cinco metros del paso de peatones que yo estaba cruzando en ese momento a la temeraria velocidad de 10 km/hora (o así, porque el velocímetro estaba en negativo: ni siquiera apreciaba movimiento alguno). O sea, que la posibilidad de que mi menda lo hubiera atropellado era tendente a cero chusquero, pero aún así, y a pesar de encontrarse en medio de la negrura ambiente, pude percibir que el caballero se había puesto rojo de ira. De su boquita salían lindezas suficientes para escribir varios tomos de elegías. Escatológicas. Bajé el cristal y le supliqué que me perdonara (aunque no había nada que perdonar, ya digo que el muy cafre estaba a kilómetros del paso de cebra cuando yo pasé con mi carricoche, y además iba vestido del mismo color que la axila de un grillo). Siguió rabiando, incontenible. En vista de que no aceptaba mis castizas disculpas, le pedí perdón en otros varios idiomas, incluido el Klingon (se dice «JlQoS»). Aunque por su tono y su semántica no parecía extranjero, precisamente. De pronto, se me caló el coche y me di cuenta de que aquel señor «no» quería perdonarme. No le bastaban mis educadas disculpas. Si las hubiera aceptado, su ira no habría tenido más remedio que calmarse, o dirigirse a otro objetivo. Pero él no estaba dispuesto a darme ese regalo. El perdón (lo dice la palabra) es un don, un presente, una ofrenda... Y aquel capullo prefería morir de afonía o ridiculitis antes que otorgármelo.

Esto me hizo pensar en esa gente que se niega a perdonar porque se siente mucho más satisfecha con la (supuesta) ofensa que con la mano tendida del (teórico) agraviador. Que se relame con el ultraje porque, en el fondo, le encanta. Que se crece en el insulto, pero pone mohín agrio ante la conciliación, pues el respeto y la consideración no le consuelan, mientras que la desvergüenza, la brusquedad, el conflicto... le dan vidilla. Son personas que visten un ropaje de diatribas para enfrentarse al mundo. Y digo bien: enfrentarse. Revolverse, partirse con él la cara cada día.