Restringido

Pistolas

La Razón
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Los europeos hacemos chistes con la fascinación gringa por las armas pero, más allá de tópicos y prejuicios, la sucesión de carnicerías en campus, institutos y cines está dejando las calles de EE UU centrifugadas de sangre. Como explicaban en televisión hace unos días, se trata del único país en el que cuando alguien recuerda la matanza en una universidad hay que preguntarle de qué universidad y matanza habla. Aunque detestemos la estupidez de los dogmáticos, aunque sepamos que América continúa siendo partera de la libertad, su flipe con los casquillos abre demasiadas fosas como para tomárselo a broma. Conocemos la historia. Sabemos que todo viene de 1791, de la Segunda Enmienda a la Constitución: «Siendo necesaria una milicia bien ordenada», dice, «para la seguridad de un Estado libre, el derecho del pueblo a poseer y portar armas no será infringido». Comprendemos el encomiable afán de los colonos por controlar a sus gobernantes, repeler hipotéticos invasores, robustecer la democracia, etc., pero dos siglos más tarde esa retórica bélica no tiene un pase. Con un 23% menos de homicidios en 2013 que en 1995, los muertos por arma de fuego, empero, baten récords: 33.636 en 2013, frente a los 28.874 del 95. Quizá influya el hecho de que el total de armas en manos de civiles esté entre 270 y 330 millones, que haya 101 armas por cada 100 personas, y que en las alacenas familiares reposen 110 millones de rifles, 86 millones de escopetas y 114 millones de pistolas. En los últimos diez años 301.797 personas han fallecido en EE UU víctimas del novio armado y peligroso, la policía con el gatillo fácil, la suegra aficionada a la caza o el tronado que, disfrazado de Batman, canta una saeta electrónica por entre los botes de conservas del hipermercado mientras empuña un subfusil ametrallador. «Mi madre era una maestra, no un soldado», tuvo que recordar la hija de una profesora asesinada en la escuela elemental de Sandy Hook, Newport, cuando los partidarios de las armas arguyeron que otro gallo hubiera cantado si el departamento de educación suministrara revólveres al claustro de profesores. Aquel 14 de diciembre de 2012 un tal Adam Peter Lanza, de 20 años, asesinó a veinte niños y seis adultos. El jeroglífico de tantos cadáveres, los sucesivos atentados suicidas, la floración de ciudadanos con un agujero en el occipital y niños con una ranura de hucha en las sienes, el bosque de mil y un accidentes, incidentes y reincidentes se repite en nombres como Umpqua College (10 muertos), Marysville Pilchuck High School (5 muertos), Santa Monica College (6 muertos), Universidad de Oikos (7 muertos) o Universidad Tecnológica de Virginia (33 muertos). Enredado en la retórica de quienes llaman antiamericanos y socialistas a los partidarios de restringir la posesión de armas de fuego, Obama dejará la Casa Blanca consciente de que no es ni será posible. Como la costumbre de aplicar el Código de Hammurabi a los reos y el gusto por repartir justicia mediante la inyección letal, EE UU sigue fiel a sus códigos más broncos y violentos. Quizá porque el país todavía es joven, y la juventud es una edad siempre impulsiva.