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Profesores

La Razón
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He leído con gozo las propuestas del filósofo José Antonio Marina, al que el Gobierno ha encargado la redacción del Libro Blanco del profesorado. Falta hacían. La construcción del futuro pasa por asumir que algunas políticas son necesariamente de Estado, corregir los experimentos que dinamitan la autoridad del maestro, multiplicar la inversión, etc. Cómo será el desprecio que la cuestión nos merece que la de docente es una de las pocas profesiones que en nuestro país estuvo históricamente mejor pagada en el sector público que en el privado. La valoración social se mide por la panoja que recibes. En EE UU tienen clarísimo que si quieren competir con indios y chinos hay que elevar el nivel educativo de los chavales. Necesitan mejores profesores. Gente motivada. Que no se limite a la sopa boba de la repetición de apuntes. Que no tema, al salir del aula, que una madre la abofetee porque suspendió al nene y que no vista harapos frente al BMW de aquellos compañeros de pupitre que en lugar del magisterio juegan a los dados en Wall Street o ejercen la abogacía. Con ese objetivo hace años que conceden prioridad absoluta a los tests de los alumnos. No sólo porque permiten examinar al alumnado: también reflejarían el desempeño profesional de sus maestros. En realidad, y aterrorizados por la posibilidad de terminar en la calle, los profesores se emplean a tope para que los alumnos superen las dichosas pruebas. La enseñanza, desterrada la evaluación continua, acaba transformada en máquina de automatismos. Qué decir del hecho de que los tests sean todos en inglés, con lo que los centros repletos de niños que cruzaron anteayer la frontera, prófugos de las villas miseria al sur del Río Grande, lo tienen crudo. O que apenas tengan en cuenta las abismales diferencias de recursos en función de las donaciones que hacen los padres (sí, en EE UU puedes dar pasta al colegio público de tus hijos). Gracias a la infalible prueba de las bajas calificaciones el sistema chapa colegios.

Lejos de mí asumir los postulados líquidos de quienes berrean contra los exámenes porque, uh, discriminan. Discriminar tiene sentido y, lo siento, resulta necesario. Hay que preguntarse por lo que cada cual sabe, premiar al que trabaja, certificar el dominio de una disciplina, etc., y por supuesto que de alguna forma tendremos que calibrar el desempeño de los docentes. Pero ojo, no sea que el movimiento pendular en términos educativos, ayer hijo del sesentayochismo y hoy deslumbrado por la idolatría binaria, sí o no, negro o blanco, incube a un profesorado que, con tal de salvar el culo, haga de sus alumnos una manada de tontos peninsulares. Gente incapaz de navegar más allá del circuito que acotan los tests y, de forma inevitable, del concienzudo estudio y memorización de sus pasadas ediciones. Hagan caso a Marina. Aumenten las partidas presupuestarias. Suban los sueldos y, con ellos, la exigencia. Creen un MIR. Fomenten el reciclaje. Prestigien los equipos directivos. Fortalezcan el cuerpo de inspectores. Pero cuidado con las soluciones mágicas, esas lechuzas de brillante plumaje que ululan desde las ramas. Dar clase no equivale a correr maratones y acumular marcas.