Cristina López Schlichting

Protomascotas

Los hombres siempre han amado a los perros. Los egipcios los momificaban y se hacían enterrar con ellos. El complejo y caro proceso consistía en la extracción de los órganos, salado y desecación del cuerpo, conservación en aceite y resina y envoltura en vendas de lino. Cada animal tenía caja o sarcófago propios. No era sólo por razones religiosas (el perro o el chacal encarnaban al dios Anubis; el gato, a Bastet; el halcón, a Horus o la vaca, a la diosa Hathor) sino por simple afecto. En muchas tumbas aparecen los animales en vasijas de barro en torno a su dueño, especialmente gacelas, babuinos y perros, las mascotas más populares. Tanto el Museo del Cairo como el British Museum guardan interesantes momias de este tipo. Persas, griegos, asirios y babilonios domesticaban tan bien a los canes que los utilizaban como eficaz vanguardia de guerra y los romanos los apreciaban mucho y los reproducían en pinturas y mosaicos. La leyenda «Cave Canem» («cuidado con el perro») es además un clásico de las villas y fincas. A menudo tengo que reconocer mi asombro por la ciencia. Que ahora podamos saber, gracias a la arqueología genética, que los primeros habitantes de América llegaron acompañados de sus perros o que los hombres primitivos hicieron amistad con los cánidos hace 30.000 años es sencillamente precioso. No sólo indica un sentido práctico orientado a la caza o la guerra, revela igualmente que la relación con las mascotas es parte profunda de lo humano. Y que ese calor que sentimos cuando el gato ronronea en el regazo o el perro nos lame las manos es tan viejo como la humanidad.