Música
Querida Janis
Ayer vi «Janis: little girl blue» en Netflix, el documental de 2015 dedicado a Janis Joplin, en el que la cantante Cat Power lee las cartas que la chica de Porth Arthur, Texas, enviaba a su familia. Un retrato empático, el de una muchacha ciclotímica y arrebatada. Una mujer de rompe y rasga, dueña de un talento fulminante, que brilló como una supernova y explotó como tal. Había sido víctima de acoso. Sus compañeros en la universidad de Austin llegaron a votarla como el Chico Más Feo del Año, pero hay que contemplarla en el estudio, junto a Big Brother and the Holding Company, su primera banda, pura efervescencia del San Francisco jipi, mientras graban su sensacional revisión de «Summertime», para desterrar el cartón piedra de las imágenes preconcebidas. La de la chica eminentemente atormentada, que tanto seduce a quienes transforman el mal fario o la insensatez en cuento gótico. Janis ríe expansiva, trabaja de forma implacable, pelea hasta lograr la toma ideal y bromea con sus compañeros. Aunque creció en un ambiente hostil, en un sur que no entendía su amor por la música negra, su libérrima sexualidad, su negativa a encerrarse en el rol que aquella sociedad cutre adjudicaba a las féminas, ansiaba crecer como artista, anhelaba el reconocimiento, disfrutaba con las prerrogativas de las estrellas. Qué lejos de la imagen que uno forjó en su juventud, cuando creía que había muerto canibalizada por sus demonios. La sobredosis que acabó con ella, y aquí no añado nada nuevo, lo explicó en su día el gran Diego A. Manrique, fue un desliz. Un tiro mal calculado. El resultado de celebrar de forma irreflexiva, con la urgencia idiota de la juventud, que su tercer disco, «Pearl», a medio rematar, era una joya. Pero no, en absoluto, la inmolación sagrada de un espíritu incapaz de encajar en el mundo. Nada hay de inevitable en su muerte. Seríamos imbéciles si perpetuamos el retorcido mito que husmea poesía en su fundido a negro. Al próximo que me hable sobre el club de los 27, ya saben, los músicos fallecidos a esa edad, de Jimi Hendrix a Jim Morrison, Kurt Cobain, Amy Winehouse o la propia Janis (Gram Parsons tenía 26 años y diez meses; no traten de engordar el componente mágico de un censo lamentable), dejo de tratarle. La segunda certeza que se impone tras el visionado de «Janis», aunque ésta la tengo clarísima hace siglos, es que le faltó tiempo para consolidar sus embriagadores poderes. Cómo admiradora de Bessie Smith, Etta James, Otis Redding, y otros dioses negros del blues y el soul resultaba fascinante, pero todavía estaba varios peldaños por debajo de la excelencia de sus ídolos. «Pearl» alumbraba en la dirección correcta, al incorporar elementos confesionales y meterle r&b y country a canciones que desbordaban el ámbito de sus influencias primeras. Léase al respecto el «Me and Bobby McGee» de Kris Kristofferson. Queda su obra, breve, a ratos voluble, también celestial, más el regusto áspero por cuanto perdió y perdimos.
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