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Radicales

La Razón
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Fueron los psicólogos norteamericanos enrolados en sus Fuerzas Armadas los que, estudiando a los prisioneros de guerra, descubrieron que las minorías radicalizadas –en su caso, los nazis fanáticos– apenas abarcaban entre un dos y un cinco por ciento de la población. Esta exigua proporción fue corroborada más tarde en los trabajos sobre el Ku Klux Klan y otros grupos antisemitas en Estados Unidos; y entre nosotros ha podido ser constatada para los acérrimos partidarios de una organización terrorista como ETA –que en algunos momentos llegaron a duplicarla–. Por tanto, no debiera extrañarnos que, de pronto, facciones de este tipo emerjan y se hagan visibles ante la opinión pública cuando las circunstancias así propician. Es eso lo que ahora está ocurriendo, sobre todo en Cataluña, con los grupos juveniles vinculados a la CUP que desarrollan una campaña contra los intereses turísticos inscrita, a su vez, en la movilización independentista.

Lo característico de estos grupos es lo aparatoso y violento de sus actuaciones, que producen, en general, daños menores aunque de gran valor simbólico, especialmente si encuentran medios políticos que las magnifiquen, encontrando para ellas una teoría justificativa. Y también es notorio lo limitado y discontinuo de aquellas, pues casi siempre agotan rápidamente los recursos materiales de que disponen. Sobre lo primero, es frecuente encontrar en los medios alusiones a las vinculaciones orgánicas o informales que tales grupos mantienen con determinados partidos políticos, generalmente de extrema izquierda o derecha que pueden considerarse contrarios al sistema constitucional. Pero sobre lo segundo, apenas se publica nada, pues existe un velo casi absoluto acerca de su financiación. Ello es así porque estas minorías radicales se organizan de la misma manera y acceden a las mismas subvenciones que otros grupos de la sociedad civil amparados y, a veces, promovidos por los partidos del sistema o por las instituciones que éstos regentan. El procedimiento es bastante sencillo y basta consultar las cuentas públicas, principalmente de los ayuntamientos y las universidades, para comprobar que, a su amparo, aparece una auténtica constelación de asociaciones, grupos o colectivos a los que basta inscribirse en un registro municipal o académico y presentar una memoria para obtener alguna cantidad de dinero –generalmente pequeña, aunque no siempre–, la cesión de un local o medios materiales de variopinta naturaleza. Es cierto que, en ese maremágnum, se encuentran meritorias iniciativas de ciudadanos ocupados en la promoción de la cultura, el voluntariado, el deporte, el cultivo del ocio, la igualdad entre hombres y mujeres, y la participación social. Pero también están las organizaciones desestabilizadoras y violentas.

Como un ejemplo vale más que mil especulaciones diré que, en una ocasión, le pregunté al rector de mi universidad, en el Consejo de Gobierno, si cierto grupo que firmaba pintadas en favor del terrorismo obtenía algún medio de la institución. El rector se salió por la tangente, pero intervino un representante de los alumnos que aclaró que, en efecto, aquel colectivo contaba con despacho, materiales y acceso a fotocopias en su facultad. Pues eso, empecemos a preguntar.