Política

José Luis Requero

Respeto a los símbolos

La Razón
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El Derecho recoge ciertos sentimientos de la sociedad, los identifica como bien jurídico, los regula y protege. Son sentimientos espirituales plasmados en símbolos que representan la historia, tradiciones, creencias, valores sociales, formas de convivencia o la organización política. O tienen un valor cultural como la prueba la reciente Ley del Patrimonio Cultural Inmaterial.

No es cometido del Derecho que los ciudadanos amen esos símbolos ni de los jueces promover ese afecto a base de castigos o de imposiciones coercitivas como ocurre, por ejemplo, con la colocación de la enseña nacional en balcones de ayuntamientos con ADN separatista. La función propia del Derecho es reconocerlos, regularlos; la de los tribunales exigir su respeto y, llegado el caso, castigar la ofensa. En ese aspecto el papel educativo es fundamental, de ahí la relevancia de una «Educación para la Ciudadanía» bien entendida.

No se trata ahora de exponer el régimen jurídico de los símbolos nacionales. Ahí está la regulación de la bandera como símbolo de la Nación, de su soberanía, independencia e integridad, y que representa los valores superiores de la Constitución; o el Rey, que es símbolo de la unidad y permanencia de España. Hay más símbolos, como los partidos políticos o los sindicatos, unos lo son del pluralismo y los otros de los intereses económicos y sociales de trabajadores.

Luego está la legislación represiva o de castigo, que protege valores jurídicos en la medida en que son asumidos por la sociedad en momento histórico. Por ejemplo –y resumo–, el Código Penal castiga la calumnia e injuria al Rey, el uso de su imagen para dañar el prestigio de la Corona o las calumnias e injurias a los altos órganos del Estado, a los Ejércitos y Fuerzas de Seguridad o las ofensas o ultrajes a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas. Más las ofensas a los sentimientos y símbolos religiosos.

Sobre todo esto ha habido muchas sentencias. En el ámbito penal, en general, condenatorias, lo que destaca con la mayor tolerancia hacia actos de claro escarnio hacia los sentimientos religiosos. Son sentencias muy pegadas al caso y en todos se plantea la tensión entre respeto a los símbolos y la libertad de expresión. La casuística es muy rica. Por ejemplo, se exculpó al autor de una viñeta que decía «Tribunal prostitucional» porque ejerció su libertad de expresión artística «sin otra intención que la de divertir con su ingenio», pero la quema de un retrato de los Reyes se consideró injurias a la Corona; en cambio la pancarta «300 años de Borbones, 300 años combatiendo la ocupación española», se reputó libertad de expresión. Hay muchos y variadísimos ejemplos de resultado desigual.

En el caso de la final de la Copa del Rey imagino que desde la disciplina y régimen deportivos habrá mucho que decir y hacer. Si sería absurdo buscar responsables entre noventa mil espectadores; buscar concretos instigadores requeriría una penosa labor para dar con los responsables y eso sin olvidar una pasividad «ajurídica»: la plasmada en la tolerancia, el dejar hacer, la inhibición o el poco ánimo de disuadir a las propias aficiones.

A lo que vimos el sábado no se llega de un día para otro, ni se ataja sólo a base de exigir responsabilidades jurídicas. Por cierto, ¿dónde están las de aquel referéndum ilegal?, porque todo esto tiene ya un aire a río desbordado a base de multitud de oportunidades perdidas, de temores imperdonables, de deslealtades consentidas que desembocan en actos de masas no ya de difícil reversión, sino de embridamiento. Frente a esto el Derecho tiene sus límites y su lugar.