José Jiménez Lozano

Rincón con libro

El adagio en latín que nos pinta la soledad transfigurada y feliz, tal y como la imaginaban los antiguos, dice: «In angulo cum libro», esto es, «con un libro en un rincón»; pero no el «Día del Libro» o en la «Feria del Libro», sino siempre. Y esto equivaldría, en realidad, al momento en que se atiende a un fuego o se despabila una candela, se mira fotografía de ser amado; se está en estancia o jardín cerrado se lee carta de allegado o historia de cualquier otro ser humano que siempre es nuestro próximo, andrajos de tiempo y mundo se desechan; y hasta la muerte parece perder su imperio y no nos empavorece.

Esto pensaba Maquiavelo firmemente, y sabía muy bien lo que eran tiranías y principados de la muerte; y así lo escribió en su conocida carta al embajador Vettori, cuando le cuenta que, después de trabajar en el jardín, con la tarde ya caída, entra en casa y en su estancia, se cambia de ropa, poniéndose los hábitos de ceremonia y curia, y abre los libros de los hombres antiguos, «y no siento durante cuatro horas de tiempo ningún tedio, olvido toda preocupación, no temo a la pobreza, no me empavorece la muerte, y todo yo me convierto en ellos». En ninguna otra realidad puedo convertirme, no en otro yo, ni en el más íntimo; no en otra cosa, aunque sea llama, o estampa de guarda de mi alma, como la pintura de «La mujer de Job» de De la Tour, que René Char llevaba siempre en su cartera, o la fotografía más amada; porque lo que leo puede constituirme, y me constituye. Leo para ser constituido y transformado, para vivir otras vidas, y dar la vuelta al mundo, o tomarle a peso, y comprobar que no pesa, como Teresa de Ávila hacía después de que leyó aquel libro que la descubrió el transmundo, la arrastró a él, y la dejó para siempre «amiguísima de ellos», libro y lectura.

Mi yo no puede venderse ni alquilarse, sin mi perdición, y sin que ella se siga, igualmente, no puedo admitir «ni chancelier ni personne», ni a canciller ni a nadie en esos seis pies de territorio de mí mismo; a nadie puedo permitírselo, excepto a un libro, en el que puedo transformarme.

Cuando Rembrandt hace el maravilloso grabado de su madre, leyendo la Biblia, nos la dibuja, mostrándonos verdaderamente, que ha sido, y sigue siendo, constituida por aquel libro. Está ya en su vejez extrema, y desaparecerá pronto; pero lo que ella fue, y por lo que quedó constituida, está ahí y habita en nosotros al mirar el cuadro. Y nos instruye, lo primero, acerca de que no habrá hombre sin libro, sólo sería un sería un objeto más a rapiñar en el mundo por quienes sean señores o piratas en él.

Donde hay libros hay hombres, y donde hay hombres hay libros, y el mismo destino tienen, como dijo hace años Heinrich Heine. Pero incluso si hubiera un tiempo en el que los hombres vendiesen o alquilasen su yo, o lo prostituyesen, los libros en el almacén mismo del trapero se levantarían como el Escamandro contra la sanguinaria cólera de Aquiles. Y tal es la cuenta que se hizo Robert d´Anjou en tiempos muy oscuros, en los que los hombres parecía, en efecto, que habían dimitido de sí mismos: «Como pocas gentes se atrevían a decir la verdad a los grandes, no quedaban más que los muertos para hacerlo, a través de sus escritos que nos dejaron».

Porque un lector, en su lectura, ya es alguien que mira el mundo, y se mira a sí mismo. El libro se hace nuestro ojo, y miramos a su través y nos maravillamos o nos preguntamos con los sentidos que nos desvela. O con el amor que nos recibe ese libro en el rincón, tras habernos rozado el ánima con todas las esquinas que este mundo tiene. Y, como Ulises, volvemos a nuestro Ítaca de más dentro.