Benedicto XVI

Sabor a despedida

Sabor a despedida
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Emoción a raudales. Lágrimas en todos los ojos de los cientos de miles de fieles que estaban ayer en la plaza de San Pedro, acompañándole en sus últimas horas como Pontífice en activo y acogiendo cada una de sus palabras como un tesoro precioso, inolvidable.

No era para menos. Un Papa no se va todos los días. Y no se va un Papa como éste, al que se le ha querido tanto –a la luz de cómo está respondiendo el pueblo católico, se le ha querido muchísimo más de lo que todos imaginábamos–. Se va un gigante del espíritu, un sabio, un hombre santo y humilde, que ha tenido que ejercer de «barrendero de Dios»; se marcha, agotado de su trabajo, pero consciente de que al hacerlo así va a permitir que otro culmine la obra que él no ha podido acabar.

Pero, al fin, se va. Ha dimitido. Y lo novedoso y grave del hecho en sí ha sido lo que Benedicto XVI ha querido aclarar en su último mensaje público. Era como si un peso, este peso, lo tuviera dentro y necesitara dejar claro ante los católicos el por qué de su dimisión.

Su discurso puede organizarse en cinco puntos, con la explicación de sus motivos personales para renunciar en el centro. Lo primero ha sido dar las gracias a tantos, a todos, por la ayuda que se le ha ofrecido durante estos casi ocho años de gobierno de la Iglesia. Pero ya en este punto ha querido ir más allá del protocolo de las buenas maneras, para recordar que La Iglesia es sólo de Cristo y no de él o de otros: «Siempre he sabido que en aquella barca está el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y no la deja hundirse». Y por eso pide no olvidar ni por un momento que estamos en sus manos y que en Él y no en los hombres, por brillantes y santos que sean, hay que poner la confianza: «Quisiera invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, certeros de que esos brazos nos sostienen siempre».

En segundo lugar, el Papa ha dibujado ante propios y extraños el rostro de la Iglesia como el de una familia y no como el de una superestructura de ámbito mundial y con una curia parecida a un poderoso consejo de administración: «Aquí se puede tocar con la mano qué cosa es la Iglesia: no es una organización ni una asociación de fines religiosos o humanitarios; sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos».

Luego, en el centro de su mensaje, las palabras –emotivas, hermosas, intensas- con las que ha querido aclarar las dudas de aquellos que no entienden por qué no ha imitado a Juan Pablo II y ha permanecido hasta la muerte al frente de la Iglesia: «En estos últimos meses, he sentido que mis fuerzas han disminuido y he pedido a Dios con insistencia en la oración que me ilumine con su luz para hacerme tomar la decisión más justa no por mi bien, sino por el bien de la Iglesia». Y, poco más adelante explica que desde que aceptó ser Papa renunció a tener vida privada y que esta renuncia la hizo para siempre, y añadió: «No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recibimientos, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que quedo de modo nuevo ante el Señor crucificado». El cuarto punto de su mensaje fue para pedir oraciones para él, para los cardenales electores y para su sucesor al frente de la barca de Pedro.

Por último, de nuevo una invitación a la confianza: «Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la alegre certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, es cercano y nos rodea con su amor». Y su última palabra: «Gracias».

Una página de la bimilenaria historia de la Iglesia se cierra, Dentro de unos días se abrirá otra. De momento, nos quedamos con este sabor de la despedida y con una acción de gracias que sale del corazón y se transforma en plegaria.