Luis Alejandre
Sergio Blanco, buen soldado
Para muchos de ustedes, Sergio Blanco, que nos ha dejado recientemente, es parte indisoluble de aquel dúo «Sergio y Estíbaliz» o uno de los ocho componentes de «Mocedades» incluso parte de «El Consorcio», uno de aquellos grupos familiares que llenaron nuestra vida musical durante décadas. Algunas de sus canciones ya forman parte de nuestro ADN como testigos de nuestra Transición. El hecho de ser vascos «de los de antes», de cantar en un grupo familiar como salido del coro de su parroquia, de utilizar vestimentas sencillas y el poder entender las letras de sus canciones, les daban un plus de aproximación. Eran como de casa cuando se asomaban a nuestras televisiones. La mano de Juan Carlos Calderón lo había orquestado todo. De su «Eres tu» se han hecho cien versiones en cien lenguas diferentes. Y para los que andábamos en nuestra hermana América su «Cantinero de Cuba» o la «Misa Campesina» interpretada con el nicaragüense Carlos Mejía Godoy, en la que también intervenían Ana Belén y Elsa Baeza, tenían para nosotros un especial valor.
Pero en Sergio había otra faceta, otra vocación menos conocida: la escultura. Y la cimentaba no sólo con la fuerza de sus manos moldeando el barro, sino aportando todos sus estudios a la interpretación de la historia de cada momento, costumbres de sus gentes, vestimenta, armamento, etc. En el había siempre una exhaustiva minuciosidad en busca del rigor.
Sin conocer yo esta faceta, un día recibí un encargo del buen ministro de Defensa Eduardo Serra, del que yo era entonces Jefe de Gabinete, de «contactar» con el escultor Blanco a fin de proponer una estatuilla que sirviese para dar visibilidad a unos recién instituidos Premios Defensa. Pronto, casi entrando en el umbral de su taller, supe que era la otra parte de Estíbaliz. Sonrisas. «No eres el único». Noté a bote pronto que le gustaban los caballos, su musculatura, su pose, su prestancia. Sobre caballos estaban sus principales trabajos: el Cid, Carlos III. Cuando supo que buscábamos a un personaje representativo de los Ejércitos y la Armada, pensamos en Miguel de Cervantes: pluma y espada; infante y embarcado; cautivo y libre. Todo lo que puede acaecer a un soldado.
A partir de ahí, maquetas, tamaño, plazos. Por supuesto bronce. Manos a la obra. «No lo tengo listo porque aun no he definido su nariz aguileña»; «¿tú sabes si era judío?»; «en Lepanto combatió incluso herido, por esto le he puesto una brazo en cabestrillo»; el jubón, las faldillas, las sandalias, las hombreras, todo, todo, era minuciosamente estudiado y contrastado .¡Sergio: tenemos prisa!
De aquel encargo surgió una leal amistad. Acudimos a sus exposiciones y enriquecimos los salones del Palacio de Buenavista con algunas de sus obras. Siempre en sus trabajos, la mirada firme, el gesto recio, la postura digna y a la vez modesta, como si hubiese bebido la esencia del soldado extraída de nuestras Ordenanzas. Ya le decía yo que era un buen soldado: trabajador, responsable, discreto, leal. Me devolvía la mirada con ojos pícaros que seguramente escondían el haberse librado del Servicio Militar Obligatorio por la vía de alguna objeción, más de conveniencia que de conciencia. Pero sus virtudes le delataban.
Cuando en mayo de 2004 dejé el mando del Estado Mayor del Ejército, con pocos días para embalar bártulos y equipajes –normalmente vamos ligeros– apareció Sergio en el Palacio de Buenavista en un gesto de compañerismo y amistad que nunca olvidé. Allí me dejó un pequeño bronce del general Castaños –por supuesto a caballo– con una entrañable dedicatoria. Sabía que Castaños había estado como teniente coronel en mi Menorca durante la conquista de la Isla por Carlos III entre 1781 y 1782 –Pascua Militar–; sabía que Castaños marchó luego a Londres a canjear prisioneros y que al comienzo de la Guerra de la Independencia siendo gobernador del Campo de Gibraltar obtuvo apoyos importantes de su colega el gobernador militar inglés, que coadyuvaron a su victoria en Bailén. Desde entonces este Castaños a caballo está situado en la inmediatez de mi rincón preferido de lectura.
Cuando supe que Sergio nos había dejado, recordé una a una todas estas circunstancias, las comunes vivencias, el vacío que nos deja. Cada año, el ministro de Defensa entrega unos premios en forma de estatuillas de Miguel de Cervantes, que llevan el alma y el buen hacer de Sergio. Él, que perpetuó a Don Juan de Austria, a Carlos III, a Castaños, ha entrado también, sin querer darse cuenta, en la nómina de soldados ilustres de España.
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