Carlos Domínguez Luis
Si se elige bien, todo irá bien
En el BOE del pasado 29 de junio se ha publicado la última reforma de las más de cuarenta que, desde su inicial promulgación, ha experimentado la Ley Orgánica del Poder Judicial. Una reforma que se centra en el Consejo General del Poder Judicial, con el propósito –declarado– de dotar al máximo órgano de gobierno de los jueces de una estructura y funcionamiento más eficientes, acordes con la actual coyuntura económica.
Sin perjuicio de que algunos puntos de la modificación legal aprobada han sido objeto ya de encendidas críticas, provenientes, muchas de ellas, de las propias asociaciones judiciales –mucho se ha escrito sobre el sistema de elección de los vocales del Consejo, la configuración de un régimen jurídico diverso para los miembros de su Comisión Permanente respecto del que ha de regir para los restantes vocales y la creación de la figura del vicepresidente del Tribunal Supremo–, es cierto que casi nadie dudaba, a estas alturas, de la necesidad de una reforma en profundidad del vigente modelo de Consejo General del Poder Judicial. Piénsese, a título ejemplificativo, que sus normas de organización y funcionamiento interno siguen sin estar adaptadas a la legislación de procedimiento administrativo común –que data de 1992– y que, hasta el momento, han seguido pesando –y mucho– las críticas que sitúan al órgano como una entidad mimética del Parlamento.
En todo caso, la reforma operada no elimina la necesidad de concluir, con prontitud, la modificación completa de la Ley Orgánica del Poder Judicial puesta en marcha por el Gobierno el pasado año, una Ley ya en exceso parcheada que, en no pocas ocasiones, se concilia mal con algunos de sus reglamentos de desarrollo y que alberga en su seno previsiones hasta cierto punto contradictorias. Es más, el cimiento en que se sustenta la reforma ahora aprobada –la búsqueda de la eficiencia– bien puede justificar un examen de la conveniencia de mantener técnicas de gestión poco ágiles, que hacen depender la toma de ciertas decisiones –como la creación de un Juzgado– de la intervención de dos administraciones públicas –el Estado y la Comunidad Autónoma–, amén del propio Consejo General del Poder Judicial.
La fórmula de elección de los vocales del Consejo ha vuelto a erigirse, en este caso, en el punto más controvertido. Se ha acusado al Ministerio de Justicia de abandonar su idea inicial, basada en la elección directa de los vocales por los propios jueces. En punto a abordar adecuadamente materia tan delicada, es conveniente rescatar la cuestión de la nebulosa zona de lo puramente emocional.
Tengo para mí que los modelos de elección, al igual que cualquier instrumento puesto al servicio de un fin, presentan un alcance secundario, accesorio, si se quiere. Y, probablemente, esos modelos no son buenos ni malos en sí mismos. Todo dependerá del uso que se haga de ellos. Quiero decir con esto que lo esencial aquí no es cómo se nombra a los vocales del Consejo, sino a quiénes se nombra. El consenso estará asegurado si finalmente sus integrantes son profesionales de prestigio incuestionable, con dilatada experiencia, que garantice que su entrada en el Consejo lo es a los exclusivos efectos de trabajar por la mejora de la Justicia, con exclusión, de plano, de cualquier sospecha de atención a intereses particulares o a tentaciones de futuribles laborales. En suma, considero que el mecanismo óptimo para prestigiar la institución pasa por el acierto en la elección de las personas que han de servir en ella –subrayo lo de servir– y no tanto por el concreto método de elección seguido para la designación de los vocales.
Se trata de sentar las bases de un cambio de concepción que ayude a fortalecer nuestras instituciones, bajo la premisa de que la conformación de éstas ha de hacerse con espíritu constructivo, con altura de miras, atendiendo al interés general y, sobre todo, con renuncia a las manidas cuotas de poder. Asumamos que el prestigio de las instituciones se asienta en gran medida en el prestigio de quienes las integran.
Si se acierta en las personas, nada habrá que temer a la novedosa figura del vicepresidente del Tribunal Supremo, llamado a ocupar una posición intermedia entre el presidente del Alto Tribunal y los presidentes de sus diferentes Salas. Y serán, asimismo, suficientes las cautelas que la reforma impone, en orden a evitar el empleo espurio de la condición de vocal. Por lo demás, la reforma aborda, a mi juicio con acierto, la imprescindible estabilidad de la estructura administrativa del Consejo, con la creación de un Cuerpo de Letrados, para cuyo ingreso será preciso superar el correspondiente proceso selectivo. Esta profesionalización de los niveles intermedios, unida a la articulación de mecanismos que eviten las eventuales situaciones de bloqueo en la designación de los vocales, una vez expirado el mandato del Consejo saliente, constituyen medidas que, sin duda, ahondan en la estabilidad y en el normal funcionamiento de la institución.
En definitiva, parece prudente conceder a esta nueva reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial un periodo de gracia, pues sólo su aplicación en el tiempo demostrará la realidad de las virtudes o los defectos que ya se les atribuyen. A quienes están llamados a utilizarla en breve les queda la importante tarea de que prevalezcan las primeras sobre los segundos.
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