Restringido

Sin huérfanos

La Razón
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Hace años que sigo el debate en EEUU sobre el terrorismo y su tratamiento en los medios. Abundan los defensores de un relato diluido. Para qué apilar muertos o recoger vísceras. Si ya nos hacemos cargo. Al oficio lo llaman morbo. A la exhibición de la realidad, espectáculo. La vileza alcanzó honores con la cobertura del 11-S. Mientras el bajo Manhattan esnifaba ceniza y un cráter ardía en sus venas, los deontólogos trataban al espectador de memo. Con sus mohínes reforzaban la zapa del terrorismo, que recibía los beneficios de la propaganda sin la contraindicación emocional de escrutar el fruto de sus actos. Al niño con los sesos fuera o al comensal liquidado mientras cenaba. A la experiencia de asomarse al balcón y envenenarse de cadáveres. Que el buen pueblo sepa de la barbarie, amedrentado por el ogro teócrata, pero nada de programar hígados al bies o intestinos rotos. Protejamos a una ciudadanía incapacitada para otear el ventisquero. Decidida a combatir el mal con un beso y una flor. Un te quiero, una sonrisa y un adiós. Al asesino, en cambio, le evitamos el trago de que la sangre borre la tinta de calamar previamente vertida. Apenas enfrentado a la barroca discusión sobre sus bellos traumas, no queda sino abandonarse en una barra de bar y describir la muerte ajena como evidencia triste pero pulcra de un alambicado lío sociopolítico.

Qué cosas. Toda la vida cabreados como monas con un Hollywood que banaliza la realidad y entrega unos finales rosas y unos muertos simbólicos, arquetípicos, reactivos a la empatía, 100% cartón piedra, y al periodismo le encargamos que fumigue y lave más blanco las consecuencias del horror. Ficciones realistas en el cine. Realidad edulcorada, reblandecida y apta para todos los públicos en el telediario. Cuando el terrorismo no es otra cosa que un despliegue de muertos previamente cosificados mediante la micción de coartadas.

En semejante contexto repugna la acusación de que los medios apenas rascan la superficie. Los muertos, muy bien, expongan a los muertos, pero hablemos de las causas. Ok. Aquí va una. En vez de darse al jaco y quemarse en un remolino de paraísos artificiales, tal y como hicieron sus hermanos mayores en los ochenta, a los jóvenes de las colmenas parisinas, hijos del cólera, carne de trullo y miseria, les ha dado por el idealismo. Una vez instalado crea monstruos a ritmo supersónico. Decididos a morir en pos del ideal de que maten a unos cuantos vecinos me parece a mí que tiene poco mérito. ¿Pero, insisten, y las injusticias o las humillaciones? Bueno, donde escribo terrorismo digan violencia doméstica. Sobre el cadáver de una mujer descuartizada procedan a sentarse con guantes de látex y extraigan motivos de las cuchilladas. Que si iba a los toros con minifalda y el marido, víctima de un machismo antiguo, la mató porque no toleraba más la burla de un mundo que no entendía. Así hasta que la víctima desaparezca y en su lugar brille un sereno jeroglífico o serrín dialéctico que ni hiede ni necesita otra autopsia que la literaria. Las metáforas, a diferencia de las personas, no dejan huérfanos.