Ángela Vallvey
Soberbia
Dicen que la soberbia es la debilidad española por excelencia, junto con la envidia; que hace pleno con ella como el número complementario de nuestra Primitiva (in)moral. No sé. Aunque tropezarse con un soberbio, o con la soberbia misma, no es cosa extraña en estos parajes. San Agustín ya lo advertía: «La soberbia no es grandeza, sino simple hinchazón»; esto es: una cosa que parece excepcional pero que por lo común es síntoma de enfermedad, de algo que no está sano, que se infla de manera artificial antes de pegar el reventón. O sea, el clásico proceso de la burbuja purulenta. Porque la soberbia burbujea más que la industria de la construcción. La arrogancia de trato que tiene el soberbio es la señal alarmante de que el tejido de su alma supura por los cuatro costados. La jactancia íntima, esa que vive feliz dentro de un alma sencilla y orgullosa, puede que sea saludable para el ánima en cuestión y la estimule a hacer grandes cosas; pero la soberbia en el trato es atributo, más bien, de los imbéciles (no lo digo yo, lo decía Charles Duclos). Soberbio es uno que pretende ser alto cuando en realidad va encaramado a unos zancos que le pueden hacer trastabillar cualquier día y pegarse un batacazo: los tacones del dinero, del poder, de la belleza física... de todas esas cosas transitorias y patrimoniales que son la opulencia del hoy y pueden ser la penuria del mañana. El soberbio confunde la autoridad con su vanidad; posee un juicio turbio incapaz de interpretar sin prejuicios a sus semejantes, a quienes toma por antónimos. Pero llega un día en que el orgullo se devora a sí mismo, como diría Shakespeare. Por eso no suele acabar bien el soberbio. Según vemos a diario en la prensa.
✕
Accede a tu cuenta para comentar