Julio Valdeón

Somos diferentes

La Razón
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Mi generación reptó bajo el cañón del autoodio colectivo. Tuvimos que irnos para descubrir que lo nuestro roza el frenopático. De leyendas negras iba sobrado el mundo. Fuera también llueve, hay pobres en el metro y las guapas eligen por sistema al más tonto del bar. Y nada, ni siquiera las robustas cucarachas radioactivas que en noches alternas bailan en las mejores cocinas de los mejores barrios de Manhattan, iguala el pasmo del españolito que contempla a algunos de los políticos más poderosos de Nueva York rumbo al juzgado. A los viejos príncipes se les ha puesto esa cara de saltador reñido con la pértiga que precede al fracaso en los JJOO, el doping, los tatuajes, el whisky de garrafa, la telerrealidad y la entrada en el maco.

Ningún caso fascina como el de Sheldon Silver. Hombre providencial del partido demócrata, caminó sobre las aguas tumefactas al tiempo que aplicaba en su despacho una filosofía política digna de un centro del campo dirigido por Mourinho. Desconfiado y hosco, mascaba las negociaciones como un rumiante secretamente convencido de que Cela tenía razón («el que resiste gana»). Fue miembro del Congreso de Nueva York durante cuatro décadas. Lo han condenado el pasado lunes por abandonarse con el dinero a unas inquietantes maniobras orquestales en la oscuridad. Hablamos de un tipo que ganó por primera vez su escaño en 1976, once veces portavoz demócrata. Los niños de Albany, capital del estado de Nueva York, lo tomaban por un elemento paisajístico tan inmutable como los de San Francisco el puente colorado. Uno está allí desde que Kim Novak chuleaba a James Stewart, si no antes. El otro repetía escaño en un escorzo menos proclive a la sorpresa que los bajorrelieves del imperio egipcio. Silver recurrirá al Supremo, imagino que por descubrir hasta qué punto alguien de su lucidez soportará habitar un espejismo de final evidente para cualquiera excepto sus abogados. A mí, nutrido con la pomada fratricida marca registrada me conmueve comprobar la respuesta política y periodística de EEUU frente al delito. Nadie plantea meterle zarpa al sistema o quemarse a lo bonzo tras descubrir que el crimen existe. A lo sumo, tras explicar el modus operandi del baranda, celebran la pericia de policías y fiscales. España fue una orgía de comisionistas y mordidas, pero los estudios que miden el índice de percepción de la corrupción a nivel mundial certifican que rozamos la zona noble de la tabla. Puesto 37 de 174 países. Lejos de celebrarlo, faltaría, toca advertir contra quienes aspiran a hacerse un currículum acumulando detritus. La corrupción en España nunca fue endémica. Algo así como el equivalente social a la lagartija leonesa o la liebre de Castroviejo. Pero claro. Mola amanecer con cortes en las muñecas y cadáveres de hombres famosos en el telediario. Con artículos a la contra (del sentido común) y soflamas jarrapellejas algunos levantan su biografía. De paso abanican el fuego del autoodio, virus letal denunciado hace poco por Félix de Azua. Incapaces de asomarnos al mundo gozamos con el sufrimiento de creernos distintos. Lamento decirles que no. Excepto, quizá, en el triste onanismo de la delectación masoca.