José Antonio Álvarez Gundín

Torres y Bárcenas

Es probable que Diego Torres y Luis Bárcenas no se conozcan personalmente ni que hayan trabado jugosos acuerdos comerciales, pero sus vidas han corrido tan paralelas y con semejanzas tan asombrosas que no es de extrañar el guiño común que les ha deparado el destino. Ambos se han aprovechado de terceros para enriquecerse a sus espaldas y han colocado sus abultadas ganancias en refugios fiscales, ya sean Suiza o Luxemburgo. Los dos practican el arte de la traición con más pasión que astucia, no les guía otro impulso que la venganza y hacen del chantaje una forma de vida. Si hay que mentir, se miente; si hay que extorsionar, se extorsiona. Así funcionan en su mundo. Tanto el uno como el otro trafican con la intimidad ajena, ora dando a la publicidad correos electrónicos escritos desde la amistad, ora filtrando a la prensa SMS confianzudos. Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que se creyeron inmunes a la Justicia y poderosos como Sansón. Hoy braman, ciegos y amarrados a la columna del templo judicial, como el forzudo: «Muera yo y conmigo todos los filisteos». Lo más llamativo de todo es esa inmoralidad de la que hacen ostentación, su falta de escrúpulos para autoinculparse de diversos delitos con tal de satisfacer su vendeta. Una conducta así sólo se explica si hay un pacto con el fiscal para hacer más leve la condena o cuando, desde el arrepentimiento, se decide colaborar con la Justicia. Pero no es el caso, porque en su soberbia anteponen el perjuicio ajeno al beneficio propio. No parece que el vuelo de este par de pájaros sea más elevado que el de una gallina, pero ambos se han ganado a pulso pasar a la historia como cariátides de la España del pelotazo, en la que nunca fue tan necesaria la invocación «Cuídeme Dios de mis amigos, que ya me cuido yo de los enemigos».