Enrique López

Tribunales de honor

La Razón
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Hace dos días hemos tenido conocimiento de que el presidente de la Federación Francesa de fútbol había decidido declarar al jugador del Real Madrid Karim Benzema no seleccionable, como consecuencia de encontrarse implicado en unas actuaciones judiciales por un delito de «complicidad en tentativa de chantaje» y otro de «participación en asociación de malhechores». Los hechos son muy conocidos, y tienen que ver con el chantaje a un compañero de selección, los cuales se encuentran todavía parcialmente reservados en su investigación, mas allá de unas conversaciones aparecidas en los medios de comunicación franceses. En este momento se desconoce el resultado final de las investigaciones judiciales, pero lo que sí ya es seguro es que esta implicación ha sido suficiente para la adopción de esta medida seudodisciplinaria por parte de la Federación Francesa. Los defensores de esta decisión se refieren a la exigencia de ética y excelencia exigible a un integrante de la selección francesa de fútbol, y los detractores utilizan el argumento, nada desdeñable, de la presunción de inocencia. Como madridista le deseo al jugador lo mejor, y como jurista, que la Justicia francesa avance en la dirección adecuada buscando la verdad. Pero al hilo de esta polémica, me ha surgido una inquietud sobre lo que parece ser una recreación de los proscritos constitucionalmente tribunales de honor; tanta importancia tuvo su prohibición para los constituyentes que les dedicaron todo un artículo, el 26 – «se prohíben los tribunales de honor en el ámbito de la administración civil y de las organizaciones profesionales». Estos tribunales, muy típicamente españoles, eran unos órganos que, basados en un indeterminado y rancio concepto del honor corporativo y profesional, permitían la separación del servicio o la expulsión de quienes no se consideran dignos de desempeñar un cargo profesional o público por su conducta personal. Desde un principio, ya dijo nuestro Tribunal Constitucional que esta prohibición no era incompatible con la subsistencia de regímenes disciplinarios en los ámbitos corporativos y funcionariales, si bien, siempre supeditados al principio de seguridad jurídica y de legalidad, de tal modo que todo debe estar previsto previamente en la Ley, tanto la tipificación de las infracciones como la de sus consecuencias. Tampoco está reñida esta seguridad jurídica con la exigencia de un mayor grado de sometimiento a normas de carácter ético, sobre todo en funciones y profesiones con mayor proyección pública, pero nunca resucitando estos tribunales de honor a los que algunos parecen aferrase. El enjuiciamiento ético que a veces se hace de personas que comenten errores en cualquier ámbito legal llega a ser asfixiante para el que lo sufre, sobre todo en algunos casos en los que está determinado por la ideología y moral de los que se creen investidos por una superioridad moral para emitirlos; además es de una hipocresía que raya en la injusticia, de tal modo que en ocasiones la gravedad de la infracción del deber ético depende de cuán conocido sea el personaje. Como dice Fernando Savater , «después de tantos años estudiando la ética, he llegado a la conclusión de que toda ella se resume en tres virtudes: coraje para vivir, generosidad para convivir, y prudencia para sobrevivir».