Francisco Nieva
Un maestro
En el cincuentenario de su muerte:
– «¡Necesito un maestro, quiero un maestro, nunca podré mejorar en lo mío si no me inicia bien un verdadero maestro, todos han tenido un maestro y yo no lo tengo! ¡ Quiero un maestro!».
Yo tenía como unos dieciocho años y quería ser escritor, dramaturgo, y había repasado mil veces en solitario las dichosas reglas de Aristóteles, una fórmula perfecta. Pero esto no era suficiente, estaba desorientado, no sabía qué partido tomar, ni cuál pudiera ser mi particular estilo, lo que mejor supiera y pudiera hacer. Y basta querer con la suficiente vehemencia una cosa determinada para que ésta se cumpla tarde o temprano.
Aquel maestro apareció de repente. ¡Un milagro! Un milagro de la voluntad. A los dieciocho años recibí un estímulo nada desdeñable cuando entré en contacto con los «postistas», insólito y paradójico movimiento de vanguardia, en pleno franquismo, encabezado por Eduardo Chicharro y Carlos Edmundo de Ory. Dos extraordinarios poetas. Yo me adherí a ellos como artista plástico.
Pero fue Chicharro quien reafirmó mis posibles capacidades de escritor. Chicharro fue providencial para mí. Era un gran conocedor de las vanguardias, amigo de Marinetti y de todos los futuristas durante su larga residencia en Roma.
Visto que mis propósitos de hacer teatro no me daban los resultados apetecidos, sólo sometía a su juicio pequeños relatos en donde pasaban aquellas mismas «cosas tremendas», un tanto resumidas.
– «¿Sabe usted que esto está muy bien, que es de lo más original? Pero comete algunas faltas y yo se las voy a corregir encantado. Poco le falta para convertirse en un interesante escritor. Siga usted por ahí».
¡Magnífico! Sus correcciones fueron magistrales lecciones de estilo y, sobre todo, fue tan profusa y completa su información sobre la evolución de las artes que bien podía equivaler a un intenso «máster», antes de ponerme en circulación.
El impopular y hasta denostado «Postismo» equivalía a una posmodernidad en toda regla. Chicharro era un maestro de estética inigualable, un descubridor y conductor de supuestos talentos. – «Siga usted por ahí». Y desde entonces, no me aparté.
Los verdaderos maestros son esto mismo, creadores generosos que regalan a sus discípulos con los sistemas y procedimientos más aptos a cada sujeto. Un trabajo de Pigmalión mental, tan admirable y encomiable como oscuro e injustamente desestimado en el día de hoy.
Y aún me obligo a reseñar un dato anecdótico nada carente de interés: se trata de un juego que practicaba Chicharro y que a mí me dejaba admirado. A esto le llamaba «enderezar un texto», un texto clásico, por supuesto.
Por ejemplo, tomaba «La derrota de los pedantes», de Moratín el padre, e introducía palabras o frases que lo convertían en un magnífico texto surrealista. La enjundia verbal de Moratín, tan graciosamente punteada por aquel hilván surrealista, arrojaba unos resultados de lo más sorprendentes.
Pues bien, este juego suyo coincidía con otro de mis juegos de adolescente, más o menos ilustrado. Yo había leído muy pronto «El sí de las niñas» –de Moratín, el hijo– y estaba fascinado por aquel lenguaje purísimo y garboso. Y trataba de imitar a Moratín convirtiendo a doña Paquita y su madre en sendos monstruos inesperados.
Ha sido constante mi tendencia a la imitación, voluntariamente trastornada, de autores, estilos y géneros. La estudiosa Angélica Becker lo definió como «poli-parodia». Para Chicharro –como para mí, por supuesto– lo posmoderno era la recuperación de lo clásico, fagocitado por una voluntad surrealista.
Ya tenía treinta y siete años y, una tarde lluviosa, en París, comencé «Pelo de tormenta». Una obra que tardó treinta y cinco años en estrenarse. La que le siguió –«Nosferatu»–, también pasaba de los treinta. Tanta dificultad fue su garantía. Se adelantaban mucho en el tiempo.
Gracias a Chicharro, así fue. Él descubrió y fomentó mi originalidad y la de otros, como Gregorio Prieto. Ahora, en la Real Academia de Bellas Artes se celebra una exposición sobre Prieto y la fotografía. Detrás de tales hallazgos anda por medio el genio creador de Eduardo Chicharro.
Después de mis libres, y casi furtivos escarceos con la escritura dramática durante mi etapa de artista plástico, dejé la pintura y me convertí en dramaturgo, escenógrafo y director de escena, que fue como abarcar «todo el teatro» con un abrazo de pasión.
Todo me parece poco para honrarle y pedir que las autoridades estéticas de este país lo redescubran y le honren como se merece, como adalid de la dicha posmodernidad con muchos años de antelación. Un genio en toda regla, un inmenso creador y descubridor de mundos inéditos, un profeta estético y un mago de la imaginación.
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