M. Hernández Sánchez-Barba

Utrecht, 1713

La sucesión de la Corona española fue tema dominante en la política europea en los últimos cuarenta años del siglo XVII, pero no sólo por la incapacidad del rey Carlos II para el gobierno, sino también en alta medida por el incremento de las intrigas entre las facciones nobiliarias, las rivalidades de los consejeros y los miembros de la Casa Real, así como la falta absoluta de personas con capacidad de entender y usar la política como un arte con exigencia de inteligencia y sabiduría. Todo esto, por añadidura, con una sociedad altamente conflictiva en la que surgieron ideas decadentistas con intencionalidad crítica destructiva y una línea, recién surgida, de regeneracionismo que insistía en la implantación de una «modernidad» necesaria. En esta situación ocurre la muerte del último rey de la dinastía Habsburgo que, en su testamento, para preservar la unidad de España, designa como sucesor al nieto del hegemónico rey de Francia Luis XIV, Felipe de Anjou, a quien entregaba la totalidad de la monarquía.

En 1700, a los problemas que gravitan sobre España, se añade un cambio dinástico en un momento coincidente con la culminación que la sólida diplomacia británica prepara en la organización de Europa: pasar de la época de las hegemonías a la del equilibrio, la «balance of powers» sobre la cual establecer las relaciones internacionales. En el programa del Almirantazgo juegan un papel esencial los estrechos y las islas. La puerta de entrada al Mediterráneo supone un punto estratégico de primera importancia, como demostró en el siglo XIV el rey de Castilla Alfonso XI.

El 5 de agosto de 1704 apareció ante la plaza de Gibraltar una potente Armada inglesa con importantes fuerzas de desembarco al mando del príncipe de Darmstadt. La plaza española sólo contaba con ochenta hombres de guarnición al mando del gobernador, el sargento Mayor Diego de Salinas, que dependía del capitán General de Andalucía, con sede en Sevilla, marqués de Villadarías. Desembarcaron dos mil hombres que cortaron las comunicaciones por mar y tierra. Además de los ochenta de Guarnición, el Gobernador Salinas consiguió reunir 470 voluntarios del vecindario que poco pudieron hacer frente al desembarco y el previo feroz bombardeo de treinta navíos de línea que, en seis horas, aniquilaron la fortaleza sobre la cual cayeron treinta mil proyectiles. Salinas reunió a las autoridades y expuso la necesidad de capitular para evitar el asalto y el saqueo. Darmstadt se comprometió a conservar religión, privilegios y bienes, lo cual nunca se cumplió.

Concluida la Guerra de Sucesión, Felipe V llevó a cabo una renovación y reorganización en profundidad del Ejército, según ha estudiado Antonio Manzano Lahoz, dando a la Monarquía no solo estabilidad, sino también respeto. Pero no ocurre lo propio en el campo de la diplomacia, como lo demuestra el desarrollo de la firma del Tratado de Utrecht, de considerable complicación, pues es más bien una serie compleja de tratados desde los Preliminares de Londres (8 de octubre de 1711), integrado por dos tratados: el primero, secreto, en el que Luis XIV reconoce entre otras cuestiones la cesión de Gibraltar y Menorca y la concesión del «asiento de negros»; el segundo, el compromiso de Luis XIV de evitar la unión de las Coronas española y francesa. El 30 de enero de 1713, otros dos tratados –de «la Barrera»– entre Inglaterra y Holanda, en los que Luis XIV toma de nuevo la representación de España. Por fin, el quinto tratado con España, de tregua y armisticio, en el que se acuerda la «donación y cesión de los Países Bajos españoles en favor de Maximiliano Manuel, duque electo de Baviera. Estos cinco tratados desembocan en el de Madrid, de 26 de marzo de 1713, y el definitivo de Utrecht, de 13 de julio de 1713. En los últimos se reconoce a Felipe V como rey legítimo de España.

Los intereses del bloque Holanda-Inglaterra quedaban a salvo en el tratado múltiple de Utrecht, pero políticamente encerraba dinamita. Ponía fin a la hegemonía de Francia, adquirida en la Paz de Westfalia (1648); liquidaba lo que recibía el nombre de «imperio español» europeo; y dejaba a España como hombre enfermo, potencia secundaria en Europa. Sólo por sus reinos americanos continuaba figurando entre ellas. Por añadidura, la unidad nacional quedaba mermada por las amputaciones de Gibraltar y Menorca y la concesión de ventajas comerciales a Inglaterra.

En la Corte española no hubo nadie capaz de advertir el cambio que se operaba en el esqueleto y músculos del sistema europeo. Como tampoco hubo quien advirtiese el fondo torticero que encerraba el sistema de Utrecht, ni personalidades de altura política y diplomática que diesen cobertura a la justicia de los derechos españoles.