Elecciones en Estados Unidos

Víboras

La Razón
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El tsunami nacionalista y racista nos está cogiendo con los pantalones en los tobillos. Sucedió en Reino Unido, que acaso respira tras comprobar que en el arte de autolesionarse no es ya el indisputable campeón. Podría suceder en Francia, con la bestia de Marie Le Pen eufórica por la victoria de Trump mientras Florian Philippot, vicepresidente del Frente Nacional, tuitea que «Su mundo se está colapsando, el nuestro levantándose». Austria también cruje ante el auge de la ultraderecha. En España sufrimos el doble reto centrífugo de unos nacionalismos inevitablemente xenófobos e insolidarios y una izquierda agusanada por los nietos de Laclau. No mediten excesivamente respecto a las pretendidas diferencias ideológicas, al cabo epidérmicas. El caudillismo, la cosificación del adversario, el desprecio por el sistema y sus contrapesos, la impugnación de la democracia, la fervorosa creencia en las teorías conspirativas y el desprecio por la verdad son sus verdaderos motores, así en Michigan como en Gerona. Fracasan los medios de comunicación, que no supieron leer el viento. Fracasan los intelectuales, si resta alguno en el censo, y que emplearon los últimos quince meses en auscultar las magras posibilidades de que un chiflado ganara en EEUU. Fracasa, claro, un partido demócrata que fue incapaz de presentar a una candidata que enamorase en esta era de telegenia, cuando premiamos el alarido sobre el discurso. La mercadotecnia del odio envalentonó a los que se dicen enfermos con el sistema. Esto es, con una democracia que sólo celebran si les favorece y a la que tildan de corrupta si les contradice. Un multimillonario palabrón de Nueva York, hijo de un constructor rico, experto en escaquearse en el pago de impuestos, paladín de las bancarrotas y los pufos, donante durante años de demócratas y republicanos, estrella de la telebasura, incapaz de expresarse con un discurso articulado, analfabeto, extremista, demagogo, narcisista, sociópata y trilero, del tipo que primero trata de que le invites y luego, si no apoquinas, te insulta o te cruje, ha conquistado la Casa Blanca. Importa cero que la mayoría de sus promesas sean delirantes. Da igual que se haya hecho fuerte a base de defecar sobre la dignidad del frágil mecano legal que propició su triunfo. O que tuviera enfrente a la «intelligentsia», a los líderes de las empresas punteras en innovación, a los profesores, los niños, los pájaros y los poetas. A quién le molesta que invoque un pasado mítico, gaseoso. O que culpe a la globalización, la tecnología y la ciencia de cuantos males afligen a una clase trabajadora empobrecida y que en buena medida y olé vive del subsidio mientras atiza su odio a Washington. Lo único decisivo es que la señora que limpiaba mi casa, inmigrante ilegal que paga impuestos y sostiene la seguridad social, sienta la cólera de Dios al levantarse, aterrorizada ante la hipótesis no descartable de que a sus hijos, nacidos en Brooklyn, les arrebaten la nacionalidad. Le estaría bien merecido. Por india y por pobre. En tiempos de crisis nunca faltan judíos. El populacho infecto reclama hogueras calentitas y el césar visionario aplausos. Somos peores que las víboras.