Alfonso Ussía
Viento sur
Lasarte está a muy pocos kilómetros de San Sebastián, en la vieja carretera de Madrid. Allí está el Hipódromo, donde se celebraba una temporada de verano extraordinaria, que culminaba con la Copa de Oro.
La Copa de Oro era sincera y no mentía. Era de oro del bueno, y los franceses, tan desinteresados siempre, competían con sus mejores caballos. El Hipódromo de Lasarte tiene un defecto. Su recta final es descendente, y no pone a prueba a los grandes caballos en el llamado «rush» final. En Lasarte, en mis tiempos, había una papelera que vertía sus desperdicios al río Urumea, ya en el final de su trayecto hacia los puentes monárquicos de San Sebastián y su desembocadura en Gros, ensenada de La Zurriola, entre Urgull y Ulía. El Urumea, en mis años juveniles, ensuciaba el agua de la playa de Gros, que ahora se disfruta como la tercera de San Sebastián. Y en Lasarte , también junto al Urumea, estaba la gran fábrica de Lizarriturri y Rezola, de donde salían los jabones «Lagarto», que se vendían por millones en toda España. Una pastilla de «Lagarto» escapada de la mano y caída sobre un pie aseguraba una grave lesión por su desmesurado peso.
Cuando soplaba el viento sur que anunciaba un próximo día soleado y de angustia tórrida, desde Ondarreta, el Antiguo y Venta-Berri hasta el Hotel María Cristina y la muerte del Urumea, San Sebastián olía a sosa cáustica y a jabón «Lagarto». Se trataba de efluvios asumidos que a muchos gustaban. El horizonte entre Igueldo y la isla de Santa Clara anunciaba el tiempo desde la mar, y el olor a «Lagarto» con el terral, desde el interior. Un aroma que traía también golpes de heno, de manzanos y de maizales.
El «Lagarto» era a un tiempo jabón, chacolí, mies, maizal y bosque. Así ha quedado en mi memoria.
Si en estos días soplara el sur en esa última franja de tierra hacia la mar de los vascos, en San Sebastián habría que adaptarse mascarillas para respirar. Porque el terral a su paso por Lasarte rumbo a la costa, olería a sangre, a podedumbre, a estercolero, a cuadra sucia y alma negra. El alma negra huele, y se palpa, porque es nube densa de perversidad.
Por las calles de Lasarte pasea en libertad Santiago Arróspide Sarasola, «Santi Potros», uno de los más sanguinarios asesinos de la ETA. Las sentencias judiciales se acatan, pero no es obligado su elogio. Se dictan sentencias deleznables y tres jueces de la Audiencia Nacional han liberado al gran criminal a toda prisa, sabedores que en pocos días esa rendija de buenismo infectado se iba a clausurar. Y han abierto las puertas de la libertad, con once años de antelación, a un asesino de treinta inocentes.
Algún día pagarán su impostura y su cobardía. Hoy, lo estamos pagando todos los españoles que defendemos el cumplimiento de las penas y no el camino de la venganza ni la mansedumbre togada. Me cuentan mis amigos que por ahora no hay problema. Sopla el viento norte en San Sebastián, con nubes cimarronas y panzas de burro, y el frío llega de la mar. Además llueve con fuerza, y la lluvia desinfecta el aire de supuraciones judiciales y andares de asesinos.
«Potros» es sinónimo de «huevos», de dídimos, o más llanamante escrito, de «cojones». Así lo motejaron sus compañeros terroristas por sus figurados atributos masculinos. Si del tamaño de las gónadas dependiera la ferocidad asesina de un hombre despreciable, a Arróspide se le reconocerá al andar, probablemente con las piernas abiertas para evitar los roces desagradables. Pero no. Arróspide Sarasola es un cobarde. Asesina a distancia. No se detiene en la mirada de su víctima. No le importa si los cuerpos destrozados por su brutalidad son de adultos o de niños, de civiles o uniformados, de hombres o de mujeres. Para él, la victoria y el triunfo es un inmenso charco de sangre bañando cuerpos destrozados, vidas mutiladas, gritos y llantos. Es un hijoputa cobarde, malnacido, deleznable y vergonzoso para todos los buenos vascos que comparten con él, con ese criminal, haber nacido en aquellas maravillosas tierras. Tres jueces de la Audiencia Nacional, precipitadamente, lo han puesto en libertad para que nadie dude de su «compromiso progresista».
Arróspide Sarasola nada tiene de hombre, por muy grandes que sean los «potros» que le atribuyen sus admiradores. Es un menguado, un despavorido, un hacedor de muerte, sangre y sufrimiento amparado en la distancia. Es un gallina. Las mujeres terroristas de la ETA, en su mayoría, cumplían con su criminal obsesión dando la cara. Arróspide Sarasola es mucho más mujer que todas ellas, maricona del botón a distancia, bestia sanguinaria libre de riesgos.
Se predice terral a partir del próximo lunes. Ni jabón, ni heno, ni manzanas, ni viento de bosque llegará hasta la costa. Olerá a sangre, a muerte y alma negra. Por las calles de Lasarte, gracias a tres jueces de la Audiencia Nacional, el gran asesino pasea en libertad.
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