Francisco Nieva
Vodka con cerveza
Tuve que visitar a don Manuel Fraga en su Ministerio de Información y Turismo para pedirle un permiso especial y poder trabajar tras el Telón de Acero: - «En el fondo, es para mí un honor que me haya contratado La Komische Oper, de Berlín Oriental».
Fraga estaba de buenas y no hubo mayor dificultad. Tras un molesto interrogatorio policial, me instalé en el céntrico hotel UNTER DEN LINDEN. Mi habitación era inverosímil, de pequeña. Era como vivir dentro de un huevo o de un mini-bunker inviolable. Seis metros cuadrados, a lo sumo. Pero con una ventana que ocupaba casi todo el muro frontal, y daba sobre la famosa avenida flanqueada por grandes palacios en ruinas. Con una gran mesa por delante y un cómodo sillón, aquello me pareció un privilegio. Me sentía como al resguardo de todo peligro. También contaba con una ducha y un inodoro pequeñísimos.
Al día siguiente de instalarme, al salir del hotel, noté que un tipo extraño me hacía una fotografía y salía corriendo. Y al siguiente día, también.
- «Presiento que me están vigilando», le dije a Renate, mi ayudante y traductora alemana. - «No lo presientas, estás fichado y te están vigilando. Saben a dónde vas y de dónde vienes. Lo que haces cada día».
Aquello no me importó mucho. No tenía nada que ocultar.
- «No vayas deprisa ni corriendo por los pasillos del metro, porque te pueden disparar. Tú siempre tienes prisas».
- «Esto es bien desagradable. Seré prudente».
La Komische Oper, nuestro teatro, era un esplendido edificio, muy clásico, de principios de siglo. Maravillosamente dotado, como una máquina de hacer teatro. Su director –Walter Felsenstein, un judío vienés– lo había hecho famoso en el mundo entero, por el «realismo mágico» de su estilo. Había causado sensación en París, tanto como lo hicieran los «Ballets Rusos» de Diaghilev. Los directores franceses, como Vilar y Barrault, lo visitaban cada temporada para estar al corriente de sus novedades y los bellos hallazgos de Felsenstein. Nuestra cantina era muy buena, servida por cantantes y bailarines que se sacaban un plus sirviendo y fregando platos. Mal pagados sí que lo estaban. Como yo mismo, que volví a España sin un céntimo, habiendo vendido en el mercado negro todo mi dinero en marcos orientales y gastado todo el resto en libros de arte, significaban un sobrepeso, abonable, en mi equipaje.
Pronto hice amistad con un coreógrafo italiano, notoriamente homosexual, que me señaló entre nosotros la presencia del joven director cinematográfico Fassbinder, un tipo basto y rudo, en franca contradicción con su cine, de una gran sensibilidad estética. Yo le observé con detenimiento y vi que le servían en un plato una lata de sardinas en aceite y se las comía vorazmente, acompañándolas con un «bock» de cerveza y un largo chorreón de vodka. No sé por qué privilegios, Fassbinder vivía entre el uno y el otro Berlín. Se buscaba la vida y la aventura en los pasadizos subterráneos de Alexander Platz.
La vida era tan aburrida en el Berlín oriental, que la sexualidad era un libre desahogo individual, y mantenía a los ciudadanos en un perpetuo estado de celo. Sólo se pensaba en fornicar. En la católica España de Franco sucedía lo mismo. Los extremos se tocan. Recuérdense los escándalos del Museo Romántico y sus bacanales nocturnas del mismo jaez, director incluido.
La cerveza con vodka fue mi perdición: Una tarde me emborraché tanto, que mi amigo –el coreógrafo italiano– me llevó inconsciente a su hotel y, de pronto, me desperté en aquel lugar desconocido y en plena orgía homosexual, un espectáculo dantesco, con un hedor nauseabundo a sudor humano y a los lubricantes empleados. - «¿Qué está pasando aquí? Yo me voy. Estoy vigilado y siguen mis pasos por todo Berlín». - «No temas nada. Los que pagamos en dólares, podemos hacer lo que nos dé la gana en este piso alto de hotel. Es zona franca. No te vayas, te puedes divertir». - «No, no, me voy ¿Estáis todos locos, o qué?» - «No te muestres ahora como un escandalizado puritano, quédate». - «Ni por pienso. Me siento mal, tengo ganas de vomitar. Estoy borracho todavía». No estaba preparado ni motivado para una cosa así. Una orgía desenfrenada, pero consentida por la recepción. - «Aquí domina el santo dólar y yo pago muy bien, por un premio que me han concedido la RAI y la televisión americana». - «No te ofendas, pero me voy. No iré contando nada por ahí. Te doy mi palabra». - «Gracias. Y espero que te repongas pronto, púdica rosa, lirio de valle...»
No pude resistir la bebida preferida por Fassbinder, vodka con cerveza. Él mismo murió de una sobredosis de alcohol y barbitúricos, el genial autor de QUERELLE DE BREST.
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