José Antonio Álvarez Gundín

Volverían a crucificarle

«Necesitamos políticos como él», se oye decir estos días en la calle a propósito de Adolfo Suárez, del que se añora su noble empeño en la concordia, su idealismo de Llanero Solitario y, desde luego, su seductora sonrisa de sueños imposibles. Su muerte ha despertado una honda nostalgia por los tiempos en que gobernar no era administrar la miseria, sino invertir en esperanza a manos llenas. Melancolía de cuando la historia estaba por escribir. Añoranza por todo aquello que empezaba a germinar. Y además, éramos más jóvenes. Pero que nadie se engañe: de volver a gobernar hoy, Suárez sería tan vilipendiado, difamado, escarnecido y arrojado al albañal como lo fue entonces, sin piedad ni misericordia. Por unos y por otros. Por los mismos. Sí, es probable, como dice la gente, que necesitemos más políticos como él para recuperar cierta ilusión colectiva y sacudirnos la carcoma del pesimismo. Pero aunque tuviéramos otro Suárez delante de nuestras narices, no le reconocerían su valía, le escatimarían el elogio y le buscarían los costados para empitonarle, pues de diez cabezas políticas, nueve embisten y una piensa. Aunque en una segunda reencarnación volviera a habitar entre nosotros, la trituradora de los partidos no le dispensaría mejor trato ni peor entierro. «Soy un hombre completamente desprestigiado», confesaba hundido en el desánimo a una periodista dos meses antes de dimitir. Es verdad que a Suárez le quiso, y mucho, la gente del pueblo, pero no es menos verdad que nadie le votó cuando más lo necesitaba, cuando la traición de los suyos y la ferocidad de la oposición socialista le expulsaron del poder como a un apestado. Tal vez añoremos a Suárez no por sus triunfos, sino como héroe derrotado. De ahí que volveríamos a crucificarle entre todos.