Alfredo Semprún

Y el caso es que lo del fiscal incómodo parece un suicidio

Demasiadas cosas no cuadran en el caso del fiscal argentino Nisman, comenzando por la causa de la muerte –suicidio o asesinato– y terminando por la imposibilidad de responder a la clásica pregunta que se hace todo buen policía de homicidios: «¿A quién aprovecha el crimen?». Porque la que, en principio, debería ser la principal perjudicada, la presidenta Cristina Fernández, le está sacando a la muerte del fiscal un rédito político y personal que dice mucho de sus reflejos, pero muy poco de la institucionalidad argentina. En España, salvo accidente, ya sabríamos con casi total seguridad si el muerto se había pegado un tiro en la sien o se lo habían cargado simulando un suicidio. Pero, por lo visto, en la Argentina del siglo XXI sus investigadores se muestran incapaces de llevar a cabo una inspección ocular del escenario del crimen con las mínimas garantías de veracidad. Itém más: jueces y fiscales hacen declaraciones peregrinas sobre técnicas policiales, como la prueba de la parafina, que harían sonrojar a un alumno de la escuela de Policía de Ávila, mientras que las técnicas de balística más habituales parecen un olvidado arcano. Pero, claro, luego se descubre que alguien ligado al Gobierno se paseó por el escenario del crimen sin aguardar la llegada de la científica, y que fue un cerrajero de urgencia, sin cualificación pericial, el que abrió la puerta de servicio del apartamento.

De todas formas, que el fiscal Nisman se haya pegado un tiro tiene, en principio, muchas más posibilidades de ser creído que lo contrario. Está el arma de calibre pequeño, recién prestada por un colaborador, que muy pocos sabían en su poder. El cadáver se encontró en el baño, cerrado. La bala está en el cráneo –no hubo orificio de salida– y hay suficientes rastros de sangre en la escena del crimen como para establecer la posición de la víctima en el momento del disparo: si se hallaba en movimiento o no. Porque cuesta visualizar la escena opuesta: la del asesino que entra subrepticiamente en la vivienda, se hace con la pistola de pequeño calibre, arrastra al fiscal hasta el baño –o allí le sorprende– y le pega un tiro en la sien derecha, con la habilidad de mantener el cañón del arma a la distancia correcta.

Y, por supuesto, sin dejar las menores trazas de una posible defensa de la víctima o de su paso por la escena del crimen. Y, luego, está lo increíble: un hombre que se presiente amenazado de muerte, que pide un arma a un amigo –aunque es titular de otras dos pistolas–, que prepara su intervención estelar contra la presidenta del país, que ha despedido a la escolta hasta el día siguiente, que tiene una puerta blindada con código electrónico en la entrada principal, ¡se deja sin echar el pestillo de la puerta de servicio!, como invitando al asesino.

Con todo, la tragedia de Argentina es que, pase lo que pase con las pruebas de balística, la autopsia y la investigación, nadie aceptará otra versión que la que le dicten sus convicciones personales o ideológicas. Son muchos años de crímenes impunes y extrañas muertes, como para que la ciudadanía crea en la verdad judicial. Pero qué se puede pedir de un país en el que la mismísima presidenta, sin aguardar el debido procedimiento instructor, ya ha dictado sentencia de asesinato y señalado al culpable. Que no podía ser otro que el antaño todopoderoso jefe de los servicios de información, Jaime Stiuso, convertido en el enemigo a batir del kirchnerismo y supuesto confidente del fiscal Nisman. El mismo Stiuso que vio como, en julio de 2013, la Policía boanerense –así lo dijo un juez– tendía una trampa a uno de sus hombres de confianza, el espía Pedro Viale, alias «Lauchón», y lo acribillaba a balazos en su propio domicilio. Ambos, el «Lauchón» y el fiscal Nisman, habían investigado el brutal atentado contra la mutualidad judía de Buenos Aires. Una vez más, Cristina Fernández se ha puesto a la cabeza de la manifestación y denuncia conspiraciones. Una vez más, la eterna investigación de la matanza de la AMIA se ve obscurecida. Nada cambia.