Alfonso Ussía
Y el domingo, descanso
Descanso. Hoy no se escribe de política. Encinas, jaras, madroños y lentiscos. El alma en Sierra Morena. El milagro se abre en Santa Elena, con Nava el Sach, donde en su punto más alto una gran cruz recuerda a Alfonso de Urquijo, su enamorado. Para alcanzar «El Horcajuelo», «El Cerro del Moro», «La Dehesilla de Rojas», y más arriba, «La Virgen» y el heroico santuario de la Virgen de la Cabeza, reconstruído después de la Guerra sobre la sangre de la Guardia Civil, hay que superar desde Las Presillas viejos y retorcidos olivares, y una almazara, y desperdigados grupos de eucaliptos. De golpe, la carretera sube y se presentan las dehesas movidas al pie de la sierra, los jarales cerrados, el verde diferente de los madroños, y el sonido del amor de la berrea. Sierra Morena es música de amor macho y contendiente hasta bien entrado el mes de octubre.
Pedro G. Arispe es el mejor editor de libros de la venatoria y la naturaleza. Hasta Sierra Morena me he llevado su última joya, una recopilación de textos y dibujos de Mariano Aguayo y su hijo Mariano Aguayo Fernández de Córdova. El pasado año editó «La Montería Tradicional» del formidable Perico Castejón, con quien Mariano Aguayo mantuvo discrepancias y polémicas que a Dios gracias quedaron allí, enterradas en el lecho de las sierras y manchas de España. Mariano es escritor y fabuloso pintor. Sufrió un episodio cerebral, y perdió la escritura, pero no el maravilloso trazo de sus dibujos. Y todo está en el libro, su último libro, reunido.
Pasear por Sierra Morena en tiempos de la berrea es un regalo que no se compra si no te lo ofrece un amigo generoso. Y en la noche, entre el ruido y el canto de la sierra –hallazgo de Yebes–. La lectura de los poemas de caza y campo recopilados por Mariano durante su larga vida. Casi todos epigramáticos, fandangueros, en soleares y de cuando en cuando, surrealistas y extravagantes. «Más vale querer a un galgo/ que querer a una mujer/ que tenga el pescuezo largo». Se oye la berrea y en una página, la maravilla de una sevillana: «Tengo un perro perdiguero/ y una escopeta de un caño,/ y una bota de pellejo/ “curá” con vino del año./ Si me quiero divertir,/me voy con mi perdiguero,/ con mi escopeta de un caño/ y mi bota de pellejo”/ “curá” con vino del año». Sombras en la noche de linces, cochinos, gatos monteses y lobos de otro siglo. Y el fandango: «Del lobo me gusta el pelo,/ del jabalí los andares,/ de las perdices el vuelo,/ de la sierra los jarales/ y de Andalucía, el cielo».
La melancolía del viejo amigo herido y muerto de una cuchillada: «Por ahí/ yo no voy de montería./ No me lleves por ahí,/ que la perra que tenía/ me la mató un jabalí./ La mejor de Andalucía».
Desde lo alto del «Cerro del Moro», en los días claros, se dibuja la cuerda grandiosa de Sierra Nevada. Allí la nieve y aquí la pelea por la posesión de las ciervas. Ese enfado natural que da el celo y que enfrenta cada año a quienes, semanas más tarde, conviven sin problemas. Y la mala fortuna del cazador sin suerte: «La escopeta se mojó,/ los cartuchos no salían,/ y “pa” arreglarlo, llovía./ ¡La madre que me parió!/ No voy más de cacería».
En la amanecida, los duelos crecen de tono y violencia. El gran venado de Jaime de Foxá en su prodigioso «Solitario» tenía diez puntas. Ahora, con diez puntas en su candelabro un venado no tiene nada que hacer. Aprovecha el cansancio de los grandes ciervos para cubrir a traición a las hembras despistadas. Ya corren de agua nueva los arroyos, y se han humillado las flores de las adelfas serranas. Todo es ruido y movimiento. El cochino sorprendido, el venado presuntuoso, el lobo que aún no ha llegado y el lince libre, sin el collar ridículo y humillante que destroza su armonía. Y de mañana, ya con el sol en lo alto, de vuelta a Madrid. Es domingo, he escapado de la política y apenas he dormido en la sierra. Pero no hay mejor descanso.
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