Restringido
Y Rajoy cogió la escoba
Cuando, pasado el tiempo del bullicio y la zaragata, se contemple con un poco de perspectiva esta última etapa convulsa de la vida española, destacarán tres aspectos: la manera de hacer frente a la crisis económica, que amenazaba con llevarse todo por delante, el estallido de la burbuja de la corrupción y la amenaza del separatismo en Cataluña. Tres asuntos de la máxima gravedad, a los que el Gobierno de Rajoy ha tenido que hacer frente prácticamente en solitario, entre la hostilidad inmisericorde de la oposición política y la creciente desconfianza de la opinión pública, alimentada por un sector influyente de los medios de comunicación y por los agitadores de las redes sociales. Y se ha enfrentado a estos tremendos retos en medio de un clima irrespirable de pesimismo nacional y de malestar ciudadano por los dolorosos efectos secundarios de las medidas para la salida de la crisis, entre los que sobresalen el volumen insoportable de paro y el aumento de las desigualdades sociales, que son el mejor carburante para el malestar y la protesta. Por si faltaba algo, los constantes y agobiantes casos de corrupción –unos más graves y escandalosos que otros– aportan la mecha encendida. Todos estos casos se cargan, sin más distinciones, a la cuenta del Gobierno y de su partido, que ve así peligrar su hegemonía electoral. Se trata –ésa es la consigna en las redes sociales y en todas las izquierdas– de acabar de una vez con el PP y con Mariano Rajoy. Estamos ante un nuevo brote de cainismo, característica tradicional de la política española, desde el acoso y derribo a Adolfo Suárez hasta la inquietante manifestación ante la sede popular de la calle Génova la víspera de las elecciones tras los terribles atentados de los trenes, que se disputan PSOE y Podemos, pasando por el «¡Márchese, señor González!» y otros episodios nada edificantes. Se trata de cargarse al que manda sea como sea, de destruir al adversario político, que ahora se llama «casta». Algo de eso se pretende ante la aparente impasibilidad del inquilino de La Moncloa, que, por lo demás, acostumbra a ganar todos los pulsos, a pesar de su lamentable política de comunicación. Ya se sabe, Mariano Rajoy tiene la culpa de todo. Los jueces más politizados le acusan de politizar la Justicia. Denuncian que miembros del Gobierno discrepen de una determinada decisión judicial referida al terrorismo, pero ellos no tienen inconveniente en criticar y zaherir al Ejecutivo, a la vez que exigen división de poderes. Se va a su casa el fiscal general del Estado, cansado de bregar con unos y con otros –lo que sería preocupante es que no hubiera diferencias entre el fiscal general y el Gobierno–, pero ha sido Rajoy el que le ha dado una patada en el culo, empeñado en cargarse la independencia judicial y el Estado de Derecho. Y así sucesivamente. A mí me parece que esta endiablada etapa de la vida española, seguramente pasajera, no será analizada tan negativamente como algunos pontifican, los mismos que se quedan mirando el dedo cuando les señalas la luna. Tendrá sus claroscuros. El principal mérito del presidente Rajoy será haber salvado a España del precipicio de la intervención de su economía y de procurar recomponer después lo más pronto posible los destrozos del necesario ajuste y la cruel austeridad –para unos más que para otros– pactando hasta donde ha podido con sindicatos y empresarios, sin ayuda de la oposición, sino todo lo contrario. También tiene mérito, a mi juicio, su defensa firme, inquebrantable, también en solitario, de la vigencia de la Constitución y de la soberanía nacional frente a los secesionistas catalanes y los pasteleros socialistas del federalismo. Y queda la corrupción. Hasta ahora, todos los gobiernos anteriores, sin excepción, de un signo y de otro, tanto los del Estado central como los de las autonomías –con la Generalidad de Jordi Pujol en cabeza– han tratado de que la Justicia mirara para otro lado y han procurado manejar este tipo de escándalos con la mayor cautela, usando para ello los instrumentos del poder. En este campo ha habido numerosos pactos subterráneos entre el Gobierno y la oposición, porque en todas partes cuecen habas. En el caso llamativo de la financiación ilegal de los partidos se procuró, por la cuenta que les tenía, que no estuviera tipificada como delito penal, entre otras razones porque afectaba a todos o a casi todos. Pocas veces tantos han mostrado tanta hipocresía durante tanto tiempo. Lo cierto es que quedará para la historia que bajo el mandato del presidente Rajoy se pinchó la burbuja de la corrupción, que venía de lejos, y se acometió sin cortapisas la limpieza, incluso de la basura que había en el portal de la propia casa. En esta gran operación de limpieza y de ajuste de cuentas con el pasado, caiga quien caiga, han colaborado activamente la Agencia Tributaria, la Policía, la Guardia Civil y la Fiscalía Anticorrupción, todas ellos dependientes en mayor o menor medida de la orientación y las instrucciones del Gobierno. Los jueces han actuado por primera vez libremente y, en contra de insidias interesadas y no probadas, puede afirmarse que nunca, desde el comienzo de la democracia, ha brillado con tanta claridad, a la luz del día, el Estado de derecho en España. Hoy España es menos corrupta que ayer. A las pruebas me remito. Basta con ver la nómina de las cárceles y de los banquillos. Los viñetistas –es una idea gratis– deberían dibujar a Rajoy con un mono y una escoba en la mano en vez de pintarlo recostado en el sofá fumándose un puro. Lo que pasa es que la historia siempre se escribe tarde, aunque acostumbra a poner a cada cual en su sitio.
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