Pedro Narváez

Yo imputo

Yo imputo
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España descubre que la Justicia es igual para todos, como si antes no lo fuera; parece que despereza una cuenta que saldar con los tribunales a los que el común nunca ha ido, una ancestral venganza nada disimulada en las redes sociales, donde, de existir la guillotina, las calles estarían llenas de cabezas cortadas en el amanecer dorado: hay tanto veneno que las teclas ya se hacen escorpiones que siguen su naturaleza. Sin embargo, lo que se ha venido a demostrar tras la imputación de la Infanta es que lo que realmente flota como los excrementos en el lodazal es la injusticia, y no porque el juez haya tomado la decisión de pasar a la historia –que ha de juzgarle a él también por los siglos de los siglos–, sino porque una vez tomada ésta, buena parte de nuestros políticos y tertulianos estrella piden para la hija del Rey lo que no han tenido la osadía de pedir para los descarriados que todavía pululan por los parlamentos sin que les despeine el viento del rencor y la desdicha. Nadie resta legitimidad a la Junta de Andalucía porque un director general se gastara el dinero de los parados en cocaína o porque un diputado bandolero que asaltaba supermercados siga calentando la silla con la oratoria del pañuelo; ni a la Generalitat de Cataluña porque un pillo arrasara con las cuentas del Palau exprimiendo la corchea de su prestigio. O al Gobierno, éste o los anteriores –algunos de cuyos miembros acabaron en la cárcel– por unas fotocopias, unos papeles de váter, o un «eso está arreglado». No, la Justicia no es igual para todos. El trofeo de la Corona cotiza en el mercado con la volatilidad de la prima de riesgo y los cazadores se aprestan a dar un tiro de gracia para ocupar el trono del minuto y medio, que es lo que lo que les iba a durar el éxtasis con el que quieren martirizar el tablero de ajedrez en el que convivimos los peones y los reyes.