Apuntes

Se creen que amenazan, pero suplican

Las Belarras necesitan conservar su espacio de poder, que hay mucho dinero público en juego

Enseñar los dientes no es más que un signo de debilidad si el adversario sabe a ciencia cierta que la amenaza no pasa de ahí. Ya quedó claro, con la operación Sumar, que los estrategas de la izquierda, tanto los del PSOE como los de sus socios más populistas, consideraban a Irene Montero y a la marca Unidas Podemos como un lastre del que había que desprenderse. Y no iban desencaminados. Tal y como se iban desmoronando los resultados de la formación morada elección tras elección, parece claro que Yolanda Díaz ha conseguido, al menos, salvar los muebles. Ahora, las Belarras están en campaña para que un Sánchez en apuros les permita conservar su espacio de poder, es decir, el manejo de unos presupuestos ministeriales no pequeños con los que engrasar una máquina clientelar que, por sí sola, no puede ni pagar los sueldos. Pero están en la misma tesitura que Putin. Tienen en sus manos el arma definitiva –rechazar con sus cinco escaños la investidura del candidato socialistas y provocar una repetición de las elecciones– pero no pueden utilizarla porque saben que las represalias serían terribles. Así que parece que amenazan, pero, en realidad, suplican, conscientes de que, al final, tendrán que agarrarse a ese comodín de «impedir que gobiernen las derechas», tan eficaz que hace pasar por progresista hasta un partido como el PNV. A todos los efectos, Pedro Sánchez es, políticamente, letal para sus socios. Ahí están los últimos resultados electorales del nacionalismo catalán y la práctica desaparición de aquel proyecto de Pablo Iglesias con el que los comunistas iban a asaltar los cielos. Hoy, cuando las Belarras se conforman con un Ministerio, cabe preguntarse dónde han quedado la épica y la estética revolucionaria, más allá del consabido recurso a tildar de fascista a cualquiera que no trague con los mismos planteamientos ideológicos y las mismas prácticas de gobierno que llevaron, por ejemplo, a un pueblo serio, trabajador y eficaz como el checo a ver a sus viejos mendigar comida. Además, las Belarras nunca admiten su responsabilidad en los fiascos que promueven. Siempre es de los otros. Y lo exteriorizan ya sea con insultos gruesos, como los que han recibido los jueces de este país, o con pellizcos de monja, por supuesto laica y feminista, con el que han despachado como torpe y falaz al Ministerio de Justicia. Ellas, tan leales, se han visto obligadas a revelar la verdad: que fueron los socialistas los culpables de la chapuza del «sí es sí». Lo fueron, claro, pero creo recordar que la tipificación en un solo delito de los abusos y a las agresiones sexuales venía en un envoltorio de color morado. En cualquier caso, a las Belarras no les queda mucho margen de maniobra. Basta con imaginar qué tratamiento iban a recibir de la maquinaria propagandística de La Moncloa si, en un arrebato de dignidad y coherencia política, se atrevieran a dar un paso en la dirección incorrecta. Si les sirve como aviso a navegantes, por lo pronto a Aznar le han llamado golpista desde la mesa del Consejo de Ministros y a los veteranos socialistas que discrepan de la concesión de una amnistía a Puigdemont les están redactando uno de esos relatos tan caros a las izquierdas de complots y traición. No te digo lo que hará Sánchez con el primero que tenga los bemoles de fastidiarle la investidura y hacerle volver a jugársela en las urnas.