Con su permiso

Cuando la equidistancia es tomar partido

Hay un cansancio de lejanía e incertidumbre, de tiempo detenido, que sumado a la nostalgia, está llevando a muchos a regresar al infierno del que salieron

Nadia trabaja en una cafetería en Santander. En Ucrania daba clases de equitación, pero la guerra de Putin acabó de repente con su presente y sus sueños. No se quedó a ver cómo quemaban la hípica y convertían a los caballos en alimento para las tropas invasoras. Allí dejó a su hermano y su padre. El segundo aguardando en casa noticias del primero que sigue en el ejército. Creen que vivo aún.

Nadia quiere volver a su país, aunque no sabe cuándo. Al llegar pensó que con el tiempo se acostumbraría a la nueva situación, pero ha aprendido que la nostalgia es un sentimiento que gana peso con el tiempo. Algunos días se le hace insoportable.

El primer aniversario de la guerra inesperada le remueve aún más la sensación de tristeza. En España ha conocido a gente amable y acogedora. Tiene amigos españoles y su hija se ha hecho aquí hasta su pandilla. A veces se pregunta si querrá regresar cuando llegue el momento.

Hoy ha visto en las noticias que España ha acogido a 170.000 ucranianos, la mayoría mujeres y niños, desde que hace un año empezó la invasión. Pero el afecto o la buena disposición empiezan a no ser suficientes. Escucha en la radio la confirmación pública de una sensación que se percibe en esa amplia comunidad de exiliados forzosos: hay un cansancio de lejanía e incertidumbre, de tiempo detenido, que sumado a la nostalgia, está llevando a muchos a regresar al infierno del que salieron porque lo de aquí empieza a ser más duro. La mayoría pensaba que la guerra podría acabar pronto, que el apoyo de la Europa democrática y la insólita bravura con que defendían lo suyo los ucranianos, podría volver del revés las previsiones del invasor. No ha sido así.

Pasar de una vida tranquila con las ilusiones y los problemas que cualquiera puede entender y compartir a engrosar las colas del hambre en un país lejano es una carga que hace aún más insoportable los dolores de la lejanía. Ha pasado siempre. Muchas mujeres y muchos hombres que salieron de su país a buscarse un futuro mejor viven de la caridad en lo que fue su tierra de esperanza. Ahora Nadia ve a los suyos así. Solo un 13 por ciento de ellos ha conseguido trabajo, ha tenido su suerte.

Dice la radio que la mitad de los ucranianos que llegaron en las primeras semanas de guerra se ha ido ya o está haciendo los trámites para regresar. Pocos le parecen, a juzgar por lo que comentan entre ellos, lo que lamentan cuando se juntan, lo que se lloran unos a otros cuando las ausencias aprietan.

Ha visto Nadia a Pedro Sánchez hablar en el parlamento de Kyiv llevando la solidaridad real y demostrable de los españoles a quienes está representando en este viaje del que no hubo anuncio previo. Lo agradece ella, como cree que hace también Zelenski, su presidente, al abrazarle intensa y afectuosamente desde su pequeña estatura física pero enorme, inmensa, altura moral. Porque ella no votó a Zelenski, ni apoyó nunca esa política de negación de la política que vendía el actor metido a político que se encontró de presidente sin creérselo de verdad. La guerra que lo cambió todo puso también a este hombre en su sitio y ni siquiera sus adversarios políticos osan cuestionar su enorme liderazgo ni la inusual talla moral que lo adorna. Gran parte de la fuerza anímica de ese país machacado por la potencia vecina se la da el liderazgo de este actor convertido en presidente que representa el papel de su vida y de la de su país.

Pero hay algo que le resulta doloroso. Irritante a menudo. Y es que un partido de gobierno en España, heredero de la ideología comunista –ella lo fue, recuerda– siga poniéndose de perfil como si lo que sucede en Ucrania fuera un pulso entre iguales o una guerra local. Dice Sánchez en una conversación con Susanna Griso que las diferencias en el gobierno del Psoe y Podemos son de matiz. Y siente un pinchazo en la entraña. ¿Qué matiz? Hoy mismo ha leído en tuiter cómo alguien llamaba fascista blanqueador de nazis a otro periodista que ponía en valor el coraje de los ucranianos. Nadia piensa que en realidad ese insulto define lo que de verdad cree Podemos. Decir que armar a Ucrania es aumentar la escalada bélica, mantenerlo un año después, no solo es negar el derecho de los débiles a defenderse, es, le parece a ella, dar la espalda a la evidencia de que esta guerra es en realidad un choque entre la democracia y el totalitarismo, entre una globalidad abierta, basada en principios democráticos de tolerancia, y un concepto del mundo en el que prevalece la ley del más fuerte y las minorías son silenciadas o asesinadas. Recuerda lo que dijo Putin hace unos días de Occidente y los homosexuales.

Y le apena. Le apena que un país que conoció una guerra, que perdió la democracia entre otras cosas por falta de apoyos exteriores, tenga en el gobierno a alguien que, según su discurso, consideraría condenables belicistas a quienes engrosaron las brigadas internacionales y que pone a la misma altura a los tiranos liberticidas y al mundo de imperfecto capitalismo que sostiene y defiende los derechos democráticos.