Cuaderno de notas

Donosti, la ciudad invadida

Los guiris de Donosti me están empezando a caer gordos hasta a mí, que tan mal he hablado de la turismofobia. Hay tantos y están por todas partes, con sus listas de restaurantes y de cosas que hay que hacer

Apunté en mi cuaderno que Donosti se ha llenado de gente que come ensalada de legumbres y otras cosas. Componen su propia ensalada un poco de cualquier manera –lentejas, piña, soja, arroz integral, lo que sea–, lo mezclan en un revoltijo informe, le tiran una fotillo para el Instagram y hacen la deglución. El comedor de cosas crudas mezcladas pretende vivir instalado en lo sano y lo natural por haber dimitido del uso de algunos elementos civilizatorios como el fuego, del orden en la ingesta y la disposición de los alimentos que justamente nos hicieron evolucionar como especie. No lo sabe, pero come como una bestia e insulta a la gastronomía –vasca en este caso– en cuanto que el cliente que se sirve o cocina a su gusto –ensaladas, buffets, el horror de la carne a la piedra– desconoce el principio de los buenos restaurantes que consiste en abandonarse a la voluntad y el gusto del cocinero en cuanto uno acepta que el cocinero tiene mejor gusto que tú.

Los guiris de Donosti me están empezando a caer gordos hasta a mí, que tan mal he hablado de la turismofobia. Hay tantos y están por todas partes, con sus listas de restaurantes y de cosas que hay que hacer. Una persona no es las cosas que ha hecho, sino las que no ha hecho aún. Yo nunca he estado en Roma, pero ese es otro asunto y yo vengo a hablar aquí de la omnipresencia del guiri que se encuentra uno en todas partes: en el bar, en el restaurante de la ensalada de mézclum, en el semáforo, en el autobús y en el pico de la ola. El otro día creí encontrarme a mí mismo y lo que había era un guiri.

En realidad, la resistencia a la invasión de turistas en Donosti y su señalamiento como un peligro para la pervivencia de su cultura es absurda en cuanto esta es una ciudad hecha de otros mundos. Si no nos hubieran invadido franceses, ingleses, Robert de Niro, Woody Allen y los Arnoldo con sus helados, no seríamos lo que somos. Si los donostiarras no hubiéramos sufrido influencias extranjeras en el cine, en la música, en el comer, el urbanismo y el vestir, seríamos una versión de la isla aquella de la Micronesia en la que los nativos reciben a las visitas con flechas y lanzas que disparan desnudos desde la playa. Ya nos habríamos comido media docena de exploradores.

Sin su mirada al exterior, Donosti no sería nada, pero duele entrar en un bar de pintxos de los que están de moda y salen en las «to do list» de los exploradores del «New York Times» y se reservan sitios en la barra, la gente espera fuera, te toman el nombre y, cuando en la cola alguien grita «¡Caroline!», Caroline sabe que ha llegado su turno de pedir esa media ración de algo de la que supo en una columna de nuevo en el «New York Times», que por cierto habría que quemarlo. Los templos de barra y apreturas donde uno se buscaba la vida para que el camarero le sirviera un txakoli, metía la mano para alcanzar una gilda y antes de irse le preguntaban «¿Qué ha sido?» se están convirtiendo en una cosa ordenada, restrictiva y odiosa donde el turno sustituye a lo que había antes en una aniquilación cultural que, o bien resulta intolerable, o es que me estoy haciendo mayor.