Cataluña

El 155 ha devuelto la legalidad democrática a Cataluña

La Razón
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Hace un mes, el Parlament votaba la declaración unilateral de independencia de Cataluña. Fue un momento extraño, impropio del país que recobra su libertad, tal y como anunciaban sus promotores y «restaura hoy su plena soberanía, perdida y largamente anhelada». El gobierno promotor del golpe apenas tenía fuerzas para aplaudir. De esta manera, se constituía la «República catalana, como Estado independiente y soberano», e instaba a la comunidad internacional y a la Unión Europea a intervenir contra lo que consideraba una «violación de derechos civiles y políticos». Finalmente, también instaba al gobierno de la Generalitat a «adoptar las medidas necesarias para hacer posible la plena efectividad de esta Declaración de independencia». La mentira siempre tiene poco recorrido: ningún Estado del mundo, ni la UE reconoció a la república catalana. Ahora sabemos que Puigdemont renuncia del europeísmo.

La aprobación se produjo a las 15:27 del pasado viernes 27 de septiembre, con apenas 70 votos de un total de 135 diputados, mientras la oposición constitucionalista abandonaba la Cámara, una rotunda imagen de la fractura política y social de Cataluña y la marginalidad a la que la nueva república estaba condenada. A las 19:11 horas, el BOE publicaba el acuerdo del Senado que avalaba al Gobierno para la aplicación de medidas al amparo del artículo 155. A las 20:29, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, anunció la puesta en marcha del 155, el cese del presidente de la Generalitat, el vicepresidente y los consejeros y la convocatoria de elecciones para el día 21 de diciembre. Antes de la medianoche, la plaza de Sant Jaume, donde se había celebrado la «fiesta de la proclamación de la República», estaba casi vacía, sin siquiera poder asistir al momento en el que la bandera española era arriada del Palau de la Generalitat. Esa misma noche, Puigdemont había dormido al otro lado de los Pirineos y su gobierno había desaparecido y era incapaz de poner en marcha las «estructuras de Estado» que llevaban preparando desde hace años.

El 155 no sólo no fue una medida extraordinaria, sino que resultó ser necesaria para llenar el inmenso vacío institucional dejado por un partida de políticos irresponsables dispuestos a llevar al desastre a toda una sociedad. El artículo 155 no es la suspensión de la autonomía, como propagaban los publicistas del nacionalismo, sino preservarla de una minoría que había secuestrado las instituciones de la Generalitat para ponerlas al servicio de un proyecto de secesión, como ahora se ha podido comprobar en la documentación aportada a la denuncia contra el referéndum del 1-O. «Las medidas propuestas en el marco de este procedimiento se plantean de forma garantista, persiguiendo en todo caso asegurar derechos y no restringir libertades, y respondiendo en todo caso a cuatro grandes objetivos: restaurar la legalidad constitucional y estatutaria, asegurar la neutralidad institucional, mantener el bienestar social y el crecimiento económico, y asegurar los derechos y libertades de todos los catalanes», decía el acuerdo del Consejo de Ministros. Los cuatro aspectos citados estaban en peligro; es más, los líderes de la Generalitat habían dado reiteradas muestra de su incumplimiento. Ningún derecho ha sido conculcado, además de desbloquearse una situación política y social descontrolada: más de dos mil empresas habían trasladado su domicilio social fuera de Cataluña y el independentismo se había adueñado de la calle, impidiendo el ejercicio de la oposición a los partidos constitucionalistas y a los ciudadanos contrarios a la secesión.

A lo largo de este mes se ha restablecido la ley de acuerdo con el artículo 71 del Estatuto de Autonomía, de manera que la Generalitat «continúa funcionando como la organización administrativa ordinaria que ejerce las funciones ejecutivas que el Estado y su normativa reguladora atribuye a la Generalitat», según acordó el Gobierno. Por otra parte, se ha puesto coto a la acción ilegal de la administración independentista. El acceso a las conversaciones de los dirigentes separatistas realizadas desde sus despachos oficiales subvirtiendo abiertamente la legalidad son alarmantes, pero más bochornosas si cabe son aquellas en las que reconocen que la independencia y las plazos marcados eran inviables. Admitían que era una aventura sin salida, pero decidieron continuar la mentira. La Justicia ha actuado y el Gobierno ha reconducido una situación política que, según los planes de la Generalitat, estaba abocada al enfrentamiento civil y a provocar del Estado una respuesta que alimentara su victimismo sin límite. Es la hora de que el constitucionalismo pueda expresarse libremente y que Cataluña no sea un patrimonio exclusivo del nacionalismo.