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El presidente que necesitamos
La grandeza de un hombre se aprecia mejor en los momentos difíciles, cuando la presión de los acontecimientos y lo azaroso de las decisiones que hay que tomar tientan hacia la búsqueda del atajo y a la renuncia de las convicciones. Si hay un político en España que se ha crecido en la adversidad, que ha puesto por encima de sus propios intereses los de la sociedad a la que estaba obligado a servir y que ha mantenido la templanza y la ecuanimidad, incluso bajo la impresión de una agresión cobarde e insospechada, ése es el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que el próximo domingo pone su gestión y su trayectoria ante el juicio inapelable de las urnas. Ni siquiera las servidumbres de la pugna política permiten explicar cómo una persona cuyas cualidades y defectos están a la vista de todos, cuyo carácter es el polo opuesto de la vehemencia y del tremendismo, un hombre que siempre esquiva las posturas extremas y presume de intentar entender al otro haya podido ser objeto de una de las campañas de desprestigio personal más sectarias, tremendistas e injustas que se recuerdan. Sin el menor pudor, sin el mínimo respeto que exige la verdad, desde la cínica desproporción de la crítica, los adversarios de Mariano Rajoy no han tenido empacho a la hora de dibujar una España como trasunto caricaturizado de la posguerra. Una España imaginada donde los niños se morían de hambre, los jóvenes emigraban en masa, las mujeres no tenían derechos, se pagaban sueldos de hambre, legiones de mendigos hurgaban en los cubos de basura, aviesos bancos dejaban a las familias en la calle y la Sanidad pública era desmantelada por avariciosos empresarios. Una España, además, surgida de un «régimen» –el de la Transición– sin legitimidad democrática y susceptible de ser territorialmente troceada. Todo está en la hemeroteca. En la desgraciada hemeroteca de esta época de la comunicación global, de la democratización de la información y del libre acceso a las herramientas del conocimiento que, sin embargo, resucita los viejos mitos, las falsas creencias y los arraigados odios de los oscuros tiempos tribales. Han operado desde el sectarismo, pero también desde el más bajo oportunismo en una situación de crisis económica grave, de desempleo creciente y con el gran partido de la izquierda española, el PSOE, en un declive que el populismo radical sospechaba imparable. Y sobre este mar de fondo, agitado por sucesivas tormentas artificiales, Mariano Rajoy ha llevado la nave al mejor puerto posible. Tuvo que renunciar a su programa electoral, a sus convicciones políticas y a su concepto de las relaciones económicas, en detrimento de sus opciones electorales. Consiguió reconducir una situación de penuria de la Hacienda, de caída de ingresos, de gravísimo endeudamiento público y privado y de destrucción del tejido productivo como pocas veces se ha experimentado en España. Ha defendido con firmeza e inteligencia nuestros intereses en la Unión Europea, ha reformado la Administración, luchado contra la corrupción y batallado, desde la Ley y sólo desde la Ley, con la deslealtad de los independentistas catalanes. Y en su legislatura se han puesto las bases de la recuperación económica, de un sistema laboral sin los lastres de siempre y ha modernizado en lo posible las instituciones. Y todo ello, mientras se mantenían las pensiones, el seguro de desempleo, la Sanidad, la Educación y todos los demás servicios sociales. Desde la templanza, la oferta de diálogo y la seriedad del análisis. Contando siempre con el esfuerzo de los españoles. Si ése no es el presidente que necesitamos, es que no hemos entendido nada.
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