El desafío independentista
Europa cierra filas con Rajoy en la puesta en marcha del 155
El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, quería llevar más allá de lo admisible su desafío al Estado vistiéndolo como otra jugada en la que nada es lo que parece. Quería seguir sometiendo a todo el país a un chantaje, pero ocultándolo bajo un bienintencionado «diálogo» imposible, cuando lo que propone es negociar las condiciones de la independencia de Cataluña. No sólo no respondió al requerimiento que le pidió el Gobierno previo a la activación del artículo 155, sino que amenazó con «votar la declaración formal de la independencia que no votó el día 10 de octubre». Y algo más y determinante: la legitimidad que reclama Puigdemont se sostiene en una ley que el Tribunal Constitucional anuló el pasado martes en sentencia firme y que permitió que se celebrase el referéndum del pasado 1-O. Así lo entiende el Gobierno al haberle instado a «restituir el orden constitucional alterado» y encontrarse con la negativa de Puigdemont. Sin caer en las falacias del «relato» nacionalista, los hechos son que todo un presidente de la Generalitat ha situado en la ilegalidad a Cataluña y, además, quiere, «si lo estima oportuno», que el Parlament vote la independencia. El Gobierno no tenía más salida que activar el 155, lo que permitirá intervenir la Generalitat en los aspectos y departamentos que considere necesario, y lo hace con el acuerdo del PSOE y Cs y el apoyo de la Unión Europea. No podía ser de otra manera porque es el mayor reto político al que se enfrenta España desde hace cuarenta años: ha sido un ataque directo al pacto constitucional basado en la igualdad y lealtad de los ciudadanos y territorios. La crisis de Cataluña ha mostrado su efecto negativo en el proyecto de unidad europeo, disgregador y en sintonía con los partidos nacionalistas que quieren hacer prevalecer su soberanía por encima del de la UE. La posición de los líderes de Europa expresada ayer en la primera sesión del Consejo Europeo es clave para entender el momento en el que nos encontramos: en plena negociación del Brexit, cuando el Reino Unido acuerda de la manera menos perjudicial su marcha de las estructuras comunitarias, una próspera región europea somete a un Estado miembro a un verdadero golpe contra el orden constitucional. La posición del presidente francés, Emmanuel Macron, no dejó margen de duda en su apoyo a un estado miembro que afronta riesgos en su unidad. En el mismo sentido se expreso la canciller Angela Merkel, que no concibe otra solución a este conflicto que no pase por el respeto a la Constitución. Por su parte, el presidente del Parlamento Europeo, Antonio Tajani, reiteró que «nadie en Europa podría aceptar» que una región declare la independencia, por lo que en ningún caso invitaría a la Eurocámara a Puigdemont «como un socio que está al mismo nivel que España». De nada sirve el supuesto europeísmo del que alardea el nacionalismo catalán: lo relevante ahora es a favor de quién rema y es evidente que lo hace en la misma dirección de los regímenes autocráticos contrarios al proyecto europeo y, de manera especial, Rusia. Putin vinculó el caso de Kosovo con el de Cataluña, incluso el de Kurdistán, y echó en cara a los dirigentes europeos el doble rasero para calificar de «luchadores por la libertad» a kurdos o kosovares, y no así a los separatistas catalanes. Putin ha dado sobradas muestras de que desconoce una regla básica: el Gobierno de España sólo ha aplicado la Ley.
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