El desafío independentista
Frenar la violencia en Cataluña
Pese al «lavado de cara» pacifista del separatismo catalán durante las últimas etapas del «procés», éste nunca se ha caracterizado, precisamente, por su tolerancia hacia quienes defienden la Constitución en Cataluña, que son mayoría, y, desde hace demasiados años, los sectores más radicales han venido ejerciendo una violencia de «baja intensidad» sobre los discrepantes. Era, ciertamente, violencia, y era continua, aunque las principales formaciones políticas nacionalistas, y no sólo, prefirieran ignorarlo. Pintadas y ataques a las sedes de los partidos constitucionalistas, con especial saña hacia el Partido Popular; contra viviendas y negocios «españolistas», coacciones y escraches en los recintos universitarios, insultos y amenazas en las redes sociales, todo ello formaba parte de una estrategia que pretendía exhibir la supuesta hegemonía del independentismo en la vida pública, al tiempo que procuraba la exclusión, el exilio interior, de quienes osaban alzar la voz contra la imposición. Por ello, a nadie debe sorprender que el fracaso de la intentona golpista, precedida de una inicua campaña, impulsada desde las propias instituciones, en la que se instaba a la desobediencia civil, se deslegitimaba el orden constitucional y se difamaba gravemente a la democracia española, haya exacerbado la rabia de los grupos más extremistas del separatismo, como Arran, y que éstos hayan mostrado su auténtico y feo rostro totalitario. En este marco hay que situar la acometida contra los representantes del Poder Judicial, fiscales y magistrados, que están llevando a cabo la instrucción de los procedimientos en curso, con especial señalamiento hacia el juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena y miembros de su familia, como su esposa, que mantienen vínculos laborales y sociales en Cataluña, y sobre quienes se ha puesto, literalmente, una diana al revelar públicamente sus datos personales, direcciones y rutinas. Se trata de conductas de una gravedad inocultable, que nos retrotraen a los peores años del terrorismo etarra, sobre las que es imperativo actuar con la máxima celeridad y con toda la fuerza de la Ley. Sólo desde la firmeza en la defensa de la legalidad, como se hizo en el País Vasco durante los llamados «años de plomo», es posible evitar la escalada de la violencia que propugnan los CDR (Comités de Defensa de la República) o las juventudes de las CUP, animados, todo hay que decirlo, por intervenciones extemporáneas, como las del presidente del Parlamento autónomo de Cataluña, Roger Torrent, quien, víctima, sin duda, de un delirio, se atrevió a cuestionar la legitimidad de la Justicia para entender de los delitos cometidos por el ex presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont. Porque las pintadas y señalamientos en las redes sociales contra el magistrado Llarena y su esposa entrañan una manifiesta coacción, como ha denunciado el Consejo General del Poder Judicial, que atentan contra el ejercicio de las funciones que tiene encomendadas. Bien está que desde el Ministerio del Interior se refuercen las medidas de seguridad personal de los jueces y fiscales, pero no es suficiente. Es preciso identificar, detener y procesar, en su caso, a quienes están detrás del acoso a la judicatura, como de las acciones de violencia callejera. El separatismo catalán nunca fue el movimiento de las sonrisas que pretendían vender al mundo y, a medida que su frustración crezca, aumenta el riesgo de la violencia. Especialmente, si desde los partidos independentistas se mantiene la campaña de agitación y propaganda contra las instituciones del Estado y el sistema democrático español.
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