Presidencia del Gobierno
La defensa nacional frente al «pacifismo» izquierdista
La decisión más compleja que debe tomar un gobernante es cómo defender a los ciudadanos del país que representa cuando es atacado. En el caso del terrorismo, es aún más difícil, porque sobrepasa la guerra convencional, y cuando se trata del yihadismo –que es violencia tribal aplicada con tecnología moderna– nos situamos en un escenario inédito donde el enemigo es indetectable. Hablar o no de guerra en estas circunstancias es irrelevante, incluso la «declaración del estado de guerra» ha caído en desuso y, como máximo, se actúa –cuando se respeta– bajo mandato de la ONU. La cuestión es, por lo tanto, cómo defenderse del terrorismo global impuesto por el islamismo radical. No hablamos de una fuerza regular, sino de un ejército infiltrado en las sociedades democráticas, que se beneficia de la tolerancia ante otras culturas y creencias religiosas y que aprovecha la libre circulación entre fronteras. Cuando el presidente de la República Francesa, François Hollande, habló de que Francia estaba en guerra, debería entenderse que la lucha contra la yihad debe ser implacable, sin cuartel, con el objetivo de destruir las bases de Dáesh en Oriente Próximo y acabar con una amenaza real. Una guerra total contra lo que se ha convertido en el peor enemigo de las sociedades democráticas. Desde la perspectiva de detectar probables terroristas, bloquear los centros de reclutamiento en mezquitas y su capacidad de atentar en nuestro territorio, Mariano Rajoy firmó el Pacto Antiyihadista con el líder del PSOE, Pedro Sánchez. El acuerdo está abierto a más fuerzas políticas; algunas lo han aceptado (Ciudadanos) y otras no están dispuestas a firmarlo (Podemos e IU), siguiendo un tic propio de la izquierda más ortodoxa. Las fronteras trazadas por la Guerra Fría han sido disueltas y tomar posición en función de criterios de estricta ideología no sólo es retrógrado, sino que se acaban defendiendo intereses en contra de la libertad y la democracia. El movimiento del «no a la guerra» que aglutinó a una parte de la izquierda en nuestro país, acabó siendo en una plataforma política que dejó atrás los principios del pacifismo para convertirse de hecho en un movimiento anti-PP al servicio de los que proponían, con tanta pereza intelectual como ingenuidad, una «alianza de civilizaciones». Lo que acabó denominándose el «buenismo» sólo fue no querer asumir el reto que supone la defensa nacional. Por lo tanto, esa izquierda refractaria a firmar pactos de Estado en los que primen los intereses de todos frente a las estrategias electoralistas debería en estos momentos difíciles no confundir una defensa legítima con una agresión a la población civil, algo que nadie desea y confiamos en que ellos tampoco. El escenario abierto tras la constatación de que los ataques terroristas de París han vuelto caducas doctrinas tan clásicas como la de «si vis pacem, para bellum» (si deseas la paz, prepara la guerra), lo que obliga a mantener un conflicto abierto en muchos frentes: militar, diplomático, político y cultural. No basta con consignas y lemas, sino con asumir la responsabilidad de que la lucha contra el yihadismo es la defensa de la democracia. Cuando un responsable político ofrece «diálogo» con los terroristas demuestra ignorar la voluntad mortífera del enemigo que tenemos delante. Es una posición cómoda que, como siempre, impide centrar el foco en el verdadero problema. «Nunca he sido un pacifista absoluto, ni he sido absoluto en ningún otro asunto», dijo Bertrand Russell. Es decir, los gobernantes tienen la obligación de la defensa en nombre de la democracia.
Equilibrio entre fuerza y respecto a llibertades públicas.
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