Disturbios
La doble vara de medir la violencia antisistema
Nadie se acuerda del agente de la Guardia Urbana que quedó tetrapléjico (placa 22.424) en los incidentes causados en una casa ocupada por antisistemas en Barcelona –la fiesta okupa se había prolongado hasta pasadas las 6 de la mañana–, el 4 de febrero de 2006. Tras el impacto de una piedra, cayó al suelo y recibió un fuerte golpe en la cabeza. A pesar de ello, los agresores siguieron golpeándole con una piedra, como así se recogió en la sentencia. Desde entonces, vive en estado vegetativo. Su nombre es Juan José Salas y cuando sucedieron los hechos tenía 39 años y cuatro hijos menores de edad. De su agresor todos se acuerdan: su testimonio quedó recogido en el documental «Ciutat morta», de 2013, en el que se quiso desvelar una trama oscura orquestada por la Policía Municipal de Barcelona para inculpar a unos activistas inocentes. El que arrojó la piedra fue Rodrigo Lanza Huidobro, que fue condenado a nueve años de cárcel, aunque cumplió cinco. Sin embargo, siempre fue tratado como la «víctima» de un montaje policial, siendo él un pacífico activista, teoría que fue debidamente abonada por grupos afines y movimientos hoy gobernantes en importantes ciudades españolas. Ada Colau y Pablo Iglesias hicieron campaña a favor de él y se sumaron a un movimiento que culpabilizó a la Guardia Urbana de los incidentes y de falsear las pruebas. Lanza salió en libertad, pero en nada modificó un comportamiento violento, intolerante y políticamente más allá de lo aceptable en un régimen democrático. El pasado martes, Víctor Laínez, de 55 años de edad, murió en Zaragoza después de que días antes fuese golpeado brutalmente con un objeto metálico en la cabeza. El supuesto autor de esta agresión es Rodrigo Lanza Huidobro, de 33 años, el mismo que dejó vegetativo al agente Juan José Salas hace once años. La primera reflexión es que el causante de dejar a un policía tetrapléjico pueda reincidir poco tiempo después, se convierta en un renombrado miembro de movimiento okupa, ahora en Zaragoza, y haya tenido el apoyo de los dirigentes de Zaragoza en Común. La facilidad con que estos «colectivos sociales» han recibido la compresión y amparo de grupos como Podemos y Barcelona en Comú ha legitimado las actuaciones antisistema y el uso de la violencia. Resuenan ahora las terribles palabras de Pablo Iglesias hace cuatro años, cuando llamaba a «cazar fachas» o a poner en marcha la «justicia proletaria». Ayer dijo desde la tribuna del Congreso, puede que arrepentido de tan enorme irresponsabilidad: «Máxima condena a cualquier forma de violencia y confianza en la justicia». Bienvenida sea esta condena y, aunque no deberá temer por la labor la justicia, sí que podría evitar abonar las teorías antisistemas de que la ley no se cumple igual para todos. Lo fundamental –esa es la tarea pedagógica que debe hacer un líder con pretensiones, además, de agitador social– es no banalizar la violencia, y menos en nombre de una ideología y, como se refirió ayer a la violencia, «venga de donde venga». Víctor Laínez murió por llevar unos tirantes del color de la bandera española, algo que para su supuesto agresor, un activista del movimiento okupa y antisistema, es inadmisible. El ejemplo más doloroso de la inmoralidad con la que se condena la violencia en función de quién la ejerza y quién la sufra es que «Ciutat morta» recibió el Premio Ciudad de Barcelona en 2015 –Xavier Trias era el alcalde -, en el que se relataba cómo la Guardia Urbana manipulaba las pruebas que dejaron tetrapléjico a un compañero.
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