Corea del Norte
Occidente debe presionar a China
Todos los informes recogidos por los servicios de seguridad occidentales coinciden en describir el sexto ensayo nuclear norcoreano como «potencialmente desvastador». De creer al Gobierno de Kin Jong Un, los ingenieros de Pyongyang habrían conseguido cruzar el último umbral atómico, no sólo construyendo una bomba de hidrógeno hasta cien veces más potente que las de fusión, sino del tamaño preciso para armar las cabezas de sus misiles intercontinentales. Del peligro que supone tal acción para la estabilidad mundial da cuenta la inmediata reacción de la comunidad internacional, exigiendo que se apliquen nuevas sanciones económicas a Corea del Norte y la articulación de un plan que, por fases, lleve al estrangulamiento del régimen comunista y a su renuncia del programa estratégico. Especialmente duro se ha mostrado el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, quien ha llegado a reprochar a sus aliados surcoreanos, que serían el primer objetivo en cualquier movimiento hostil de su vecino del norte, la «política de apaciguamiento» que mantiene Seúl y que el mandatario estadounidense considera inútil y contraproducente. De creer en la literalidad de las palabras del presidente Trump, pareciera que Washington se prepara para una intervención mayor contra Corea del Norte, en la que no puede excluirse la opción militar. No parece, sin embargo, que la tiranía norcoreana vaya a dejarse impresionar por la escalada verbal y, mucho menos, por la amenaza de las sanciones internacionales. Si por algo se caracteriza la dinastía de los Kim es por su absoluto desprecio a las consecuencias que deben soportar sus ciudadanos a cuenta de la actuación política del régimen, el mismo que se mantuvo impasible mientras dos millones de personas morían de desnutrición durante la hambruna que asoló el país entre 1995 y 1998. Con el agravante de que es prácticamente imposible discernir cuáles son las intenciones últimas del Gobierno de Pyongyang, más allá de su reafirmación como potencia militar que le convierta en interlocutor inexcusable en su área de influencia, en la que nunca se le ha tomado en demasiada consideración. Pero sí es dudoso que desde el campo occidental, en el que es preciso incluir a Japón y Corea del Sur, se pueda presionar a Kim Jong Un para que abandone su programa nuclear sin recurrir a la acción militar directa, opción que no parece creíble ni, por supuesto, la más deseable. En realidad, la única solución posible, y sólo a medio plazo, la tiene el Gobierno chino, que es el único en la región con capacidad real de presión sobre Corea del Norte, a la que, en definitiva, siempre ha considerado como un protectorado. De hecho, sin la intervención militar de Pekín en 1950, cuando Mao Tse Tung impidió la derrota total de los comunistas norcoreanos reforzándolos con un millón de sus soldados –de los que murieron más de 180.000–, hoy la península de Corea estaría unificada y alineada con el mundo libre. Es China, pues, la que tiene mayor responsabilidad en todo este asunto y la que también debería asumir las consecuencias de haber mantenido un rescoldo anacrónico de la guerra fría, que sólo ha traído conflicto y sufrimiento para su propia población. Es forzoso hacer comprender al Gobierno chino que si a sus intereses estratégicos les conviene mantener el comodín de «la amenaza coreana», una vez llegados al estadio nuclear se ha cruzado una línea en la que esos intereses son incompatibles con unas relaciones abiertas y fluidas con el resto del mundo, como las que han hecho de China una potencia económica. Cualquier otro escenario nos lleva a una carrera armamentística en Asia de consecuencias imprevisibles.
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