El desafío independentista
Previsiones para el día después
La cascada de actuaciones judiciales y gubernativas puestas en marcha para restaurar la legalidad conculcada en Cataluña por el gobierno de la Generalitat y, por supuesto, impedir las labores logísticas de preparación del referéndum ilegal, demuestra que ni la democracia española estaba inerme ante el aventurerismo separatista ni el Ejecutivo de Mariano Rajoy se iba a dejar desbordar por la política de hechos consumados de los partidos independentistas catalanes. Existían planes de contingencia que Moncloa, como no podía ser de otra forma, compartió con las formaciones constitucionalistas, que preveían una respuesta gradual, fundamentalmente jurídica, a los actos delincuenciales que fueran cometiendo los impulsores del proceso de ruptura constitucional y, de la misma manera, existe una estrategia para hacer frente, también con el menor desgaste posible para las instituciones catalanas, a las maniobras que intente la Generalitat a partir del fracaso del referéndum. Dado que –visto el comportamiento incalificable de los dirigentes nacionalistas catalanes, que no sólo se niegan a acatar la Ley y las providencias judiciales, sino que presumen de su conducta sediciosa– a nadie le puede extrañar que el presidente Carles Puigdemont consuma su salto al vacío, era forzoso preparar una respuesta de las instituciones del Estado que tenga en cuenta todos los escenarios posibles, incluido el de una declaración unilateral de independencia. Por el momento, y pese a la impaciencia de buena parte de la opinión pública española, que asiste atónita al espectáculo de unos representantes públicos que se niegan a cumplir las leyes, la respuesta del Ejecutivo y del Poder Judicial está siendo impecable desde el punto de vista jurídico y bajo el respeto escrupuloso a las normas de un Estado democrático avanzado y garantista como es el español. En definitiva, medidas como las tomadas por Hacienda para intervenir las cuentas públicas catalanas o prevenir el mal uso de las tarjetas de crédito oficiales asignadas a los miembros del Gobierno catalán, forman un todo con las actuaciones de la Guardia Civil contra la logística del referéndum, la investigación de la Agencia de Protección de Datos sobre el uso indebido de los censos estatales o la labor del Tribunal Constitucional, la Fiscalía y la Magistratura en la defensa de la legalidad y la persecución de quien pretende incumplirla. No se agotan aquí, sin embargo, los mencanismos de que dispone el Estado para hacer frente al movimiento secesionista, incluso de los que por prudencia y buscando una meritoria proporcionalidad, se consideran por el Gobierno como de último recurso. No son tanto las inevitables inhabilitaciones para el desempeño de cargos públicos, que vendrán derivadas de los procedimientos judiciales incoados y, por ello, sujetas a un «tempo» diferente del político, como la aplicación de las previsiones constitucionales para este tipo de casos. Se podrá alegar que no existe un criterio común sobre la eficacia de lo establecido en nuestra Carta Magna, –entre otras cuestiones, porque los padres redactores de la Constitución no se precavieron contra la deslealtad de quien representa a las propias instituciones del Estado – pero lo cierto es que ya nadie se atreve a descarta la aplicación del artículo 155 de la Constitución, que admite muchas gradaciones, por más que ni al Gobierno ni a los partidos que le apoya, especialmente el PSOE y Ciudadanos, les guste la idea. En cualquier caso, la autonomía de Cataluña, como la del resto de las comunidades españolas, no está en cuestión y son los responsables del golpe antidemocrático quienes deberán dar cuenta de lo que suceda a los ciudadanos catalanes y al resto de los españoles.
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