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Un Rey constitucional
En su discurso de proclamación, el 19 de junio de 2014, Felipe VI dijo algo que, por sabido, debía recordarse entonces y también en este momento: comenzaba el reinado de un Rey constitucional que accedía a la primera magistratura del Estado de acuerdo con una Constitución, la de 1978, refrendada por todos los españoles. «Un Rey que debe atenerse al ejercicio de las funciones que constitucionalmente le han sido encomendadas y, por ello, ser símbolo de la unidad y permanencia del Estado», dijo solemnemente en aquella ocasión. La Monarquía parlamentaria es «la forma política del Estado español» (artículo 1.3 de la Constitución) y su autoridad emana directamente de la soberanía nacional. De ahí que romper el orden constitucional suponga atentar directamente contra la Monarquía, no por lo que representa en nuestra tradición política, que no es poco, sino como símbolo de la unidad y permanencia del Estado, que «arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones» (artículo 56.1). Ayer, Felipe VI volvió a pronunciar un discurso sobre las mismas bases, que son, en definitiva, la argamasa de nuestra democracia: «La España constitucional de nuestros días es un patrimonio que nos pertenece a todos; pertenece al pueblo español, que es en quien reside la soberanía nacional y del que emanan todos los poderes del Estado». Estas palabras recobran todo su sentido en un momento en el que el independentismo catalán ha declarado en el Parlament la desobediencia de la Constitución para crear una «República catalana». Como corresponde al jefe del Estado, Felipe VI «estará siempre al lado de todos los españoles», porque ambos destinos son indisolubles. Por lo tanto, en estos momentos sólo podemos tener como garantía de que se respetará la unidad territorial y la igualdad de los españoles en «el funcionamiento de nuestro Estado democrático de derecho y nuestro orden constitucional». Ha pasado desapercibido que en el punto 9 y último de la declaración de independencia aprobada en el Parlament el pasado lunes figura la «creación de un Estado catalán independiente en forma de república», un sobreentendido que sólo sorprende dicho en boca de los dirigentes de CDC y, de manera especial, de Artur Mas. Es obvio que en este desafío está en juego toda la estructura política del Estado. Tal y como dijo el Rey ayer, «la Constitución prevalecerá». No hay otro camino. Desde su proclamación como Rey, Don Felipe ha tenido como prioridad trabajar por la convivencia en Cataluña como parte fundamental de España. Su llamada no ha sido escuchada por los máximos responsables de la Generalitat, obcecados en la sinrazón de un proceso que no ha hecho más que envenenar a la sociedad catalana. Mas ha preferido buscar un acuerdo con la extrema izquierda hasta degradar las instituciones de autogobierno. Si algo ha perjudicado a la Generalitat y la puede llevar hasta la inanición política y la dependencia de la Administración central no es, como algunos de los que más han clamado a favor de la «revolución de la sonrisa», denominan una «involución autonómica» en el supuesto de que fracase el plan independentista –un principio del que hay que partir–, sino precisamente el extremismo practicado por Mas y los inspiradores de la secesión. La suspensión por parte del Tribunal Constitucional de la declaración de independencia y las sanciones que puede ocasionar en los que incumplan la Ley sólo se podían haber evitado si esa provocación no se hubiera materializado. Mas prefirió el poder a la responsabilidad. Ahora sólo cabe el cumplimiento estricto de la Ley en nombre de la democracia.
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