Operación Lezo
Una dimisión inevitable
La dimisión de Esperanza Aguirre de su cargo de concejal y portavoz del Partido Popular en el Ayuntamiento de Madrid está dentro de la lógica política y supone su retirada definitiva de la vida pública española, en la que ha representado, ciertamente, un papel estelar. Sobre las razones de su decisión poco hay que añadir. Afirma Aguirre que se ha sentido «engañada y traicionada» por quien fuera su mano derecha, Ignacio González, durante casi dos décadas y que no supo vigilar bien la conducta de su colaborador. Actuaría en consecuencia de su falta «in vigilando», que es, no lo olvidemos, una de las responsabilidades que cabe atribuir a quien ocupa un cargo público. Aunque estamos ante el mismo discurso exculpatorio que ya le escuchamos en febrero de 2016, cuando dimitió de sus cargos internos en el PP madrileño a raíz del estallido final del «caso Púnica» –por el que se encuentra en prisión preventiva otro de sus más estrechos colaboradores, Enrique Granados–, es cierto que, en esta ocasión, Aguirre ha dado el esperado paso final. No es momento, sin embargo, de glosar una carrera como la de Esperanza Aguirre, que se extiende a lo largo de los últimos 34 años, desde sus primeras armas como concejala del Ayuntamiento madrileño en 1983, hasta su vuelta a la política municipal en las elecciones de 2015 –que le dieron la victoria, pero sin los votos suficientes para gobernar– porque aún pesa demasiado la peripecia de sus últimos años, en los que parecía incapaz de aceptar que, sobre todo en política, hay que saber retirarse a tiempo. No lo hizo, pese a una primera dimisión en septiembre de 2012 –la que llevó a la presidencia de la Comunidad de Madrid a Ignacio González–, ni siquiera cuando era evidente que había perdido el apoyo interno de la mayoría del PP madrileño, del que, sin duda, ha sido su mejor líder, no sólo por su innegable carisma personal, sino por la claridad y firmeza con que siempre defendió un modelo de sociedad en el que la libertad individual primara sobre el dirigismo estatal. En efecto, Aguirre era el referente liberal por antonomasia en un partido de centroderecha moderno, con un fuerte acento en lo social, lo que no ahorró, precisamente, tensiones internas y pugnas personales. Esperanza Aguirre, pues, ha decidido admitir una responsabilidad política sobrevenida y lo ha hecho, según sus propias palabras, que compartimos, desde el convencimiento de que la lucha contra la corrupción es una labor que incumbe a toda la sociedad y no sólo a los jueces. Incluso desde la defensa indeclinable de la presunción de inocencia como uno de los derechos fundamentales en una sociedad democrática, la contundencia de la actuación judicial contra Ignacio González –que está amparada en una larga investigación de la Guardia Civil y ha sido propiciada por el propio Gobierno de la Comunidad de Madrid, que presentó la primera denuncia de las irregularidades detectadas ante la Fiscalía– señalaba a Aguirre el camino a seguir. Con toda seguridad, los demás partidos tratarán de aprovechar el gesto en beneficio propio, como, desafortunadamente, ha venido repitiéndose en los últimos años, donde la necesaria lucha contra corrupción se ha convertido en un arma arrojadiza de la pugna partidista, pero es una decisión que, a la postre, intenta ayudar a regenerar la vida pública española y a devolver a los ciudadanos la confianza en la función de los políticos, tan menoscabada.
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