El desafío independentista

Unidad necesaria ante el 155

La Razón
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La actitud empecinada del presidente de la Generalitat de Cataluña, Carles Puigdemont, no permite, a día de hoy, albergar muchas expectativas sobre la deseable vuelta a la racionalidad de los representantes de las instituciones catalanas, pese a los llamamientos reiterados que se le hacen desde todos los ámbitos para que rectifiquen y se avengan al respeto de los principios democráticos. Ayer mismo, la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española (CEE) se unió, como no podía ser de otra forma, a las voces que apelan a la convivencia pacífica, a los valores del diálogo y a los pilares constitucionales, que son los que garantizan la libertad y el bienestar de los ciudadanos. La Iglesia española, por unanimidad de sus obispos, no sólo apela a la sensatez para que se eviten actuaciones irreversibles que sitúen a sus promotores «al margen de la práctica democrática», sino que considera imprescindible recuperar la conciencia ciudadana y la confianza en las instituciones, siempre en el marco del «respeto de los cauces y principios que el pueblo ha sancionado en la Constitución». Además, la declaración episcopal hace hincapié en que su redacción responde a los deseos de los prelados catalanes, «auténticos representantes de sus diócesis», desautorizando los recientes manifiestos independentistas firmados por tres centenares de curas y diáconos, que ejercen en Cataluña. Pero lo que subyace en la nota de CEE es la denuncia de que el golpe antidemocrático puesto en marcha por el Gobierno de Puigdemont puede dañar irreversiblemente la confianza de los ciudadanos en sus instituciones democráticas. Nada sería más grave, por lo tanto, para la libertad de todos que la inacción de los poderes públicos ante el flagrante incumplimiento de la Ley, que es algo que no parecen llegar a comprender quienes impulsan el proceso separatista. Sin embargo, estamos en el marco de un Estado de derecho consolidado, que conforma una de las democracias más avanzadas del mundo y que dispone de los instrumentos constitucionales suficientes para conjurar cualquier ataque a su sistema de libertades. El propio presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, a quien es forzoso reconocerle la serenidad, prudencia y respeto al ordenamiento jurídico con que está enfrentando la sinrazón secesionista, ya advirtió de que el Estado no iba a renunciar a ninguno de los medios que la legalidad ha puesto a su alcance, por más que fuera preferible un avenimiento de los sediciosos. Nos referimos, por supuesto, a la aplicación del artículo 155 de la Constitución, instrumento perfectamente legítimo, cuya sola mención suscitaba fingidas alarmas entre quienes, queremos pensar que ingenuamente, creían que los representantes de la Generalitat jamás llegarían hasta el extremo de desobediencia y sedición en el que nos encontramos. Pero, forzada por los hechos, la apelación al 155 ha dejado de ser una lejana hipótesis no deseada para convertirse en una opción probable que no sólo es responsabilidad del Gobierno, sino de todos los partidos comprometidos con la defensa de la democracia. Aunque es de esperar que el fracaso de la Generalitat a la hora de celebrar el referéndum ilegal contribuya a reconducir la situación, no cabe duda que el apoyo expreso y firme de los tres grandes partidos constitucionalistas –PP, PSOE y Ciudadanos– al Gobierno ante la eventualidad de una declaración unilateral de independencia por parte de las autoridades catalanas, sería una excelente noticia. La aplicación del artículo 155 –que contrariamente a lo que establecen otras constituciones, como la italiana o la austríaca, no significa la suspensión de la autonomía– es la última ratio, pero está ahí para parar a los golpistas.