Apuntes

Esa ultraderechita cobarde

Había que tocar pelo en el gobierno de Valencia y Carlos Flores fue el chivo expiatorio

Mucho sacar pecho contra los oligarcas de Bruselas, mucho ponerle aranceles a los marroquíes, mucho expulsar inmigrantes, mucho acabar con el sistema autonómico, mucho hablar de las guerras culturales y las políticas de género, mucho ciscarse en el acuerdo climático de París y mucho burlarse de la «derechita cobarde», y a la primera de cambio, cuando hay que defender lo difícil, el derecho a no ser estigmatizado de por vida por la comisión de un delito con la pena cumplida, esos principios de la caridad entre los hombres y el perdón de las faltas, la aceptación de todos somos falibles y corremos el riesgo de tener volver, como el hijo pródigo, a la casa del padre, van los de Vox y se lo pasan por el arco de triunfo. Y que no le echen la culpa a los Borja Sémper, que vienen de serie y cumplen el papel de bienquedas ante la maquinaria de demolición de la izquierda, porque el valor hay que demostrarlo con el morlaco que embiste y no en lo declamatorio de los juegos florales.

Es cierto que Carlos Flores no tuvo su mejor momento hace 23 años. Que fue condenado en sentencia firme en 2002 a un año de prisión, multa de un millón de pesetas, tres años alejamiento y pérdida de derecho al sufragio pasivo durante 12 meses por un delito de violencia psíquica habitual y 21 faltas de coacciones, injurias y amenazas contra su exmujer, en el marco de un proceso de divorcio con la custodia y el régimen de visitas de sus tres hijos menores como factor determinante. Pero cumplió las condenas y durante los siguientes 20 años ha rehecho su vida y se ha mantenido sin reproche penal, que a los efectos legales es lo que importa.

Pero no. Había que tocar pelo en el gobierno de Valencia y Carlos Flores fue el chivo expiatorio –que es «el mejor amigo del hombre», en certera expresión de Carlos Rodríguez Braun–, la excusa plausible para que Núñez Feijóo tirara del frasco de las sales, que vaya sofoco.

Y ahí estamos. Porque lo grave no es tragarse las ruedas de molino de la violencia de género, esa ideación del varón como rehén de una naturaleza perversa, indeleble y, por lo tanto, sin redención posible. Lo grave es que toca al individuo, a la persona y sus circunstancias que debería ser, creo yo, el fundamento de una acción política digna de ese nombre. Reza para todos, incluso, para el inmigrante llegado en patera; para la mujer en el peor trance de su vida, como es un aborto provocado; para el padre de familia, sin un techo en el que cobijar a sus hijos; para el agricultor marroquí que cultiva tomates y para los «menas» que buscan una oportunidad en la vida. En lo demás, pues qué quiere que les diga. Que lo mejor es acogerse al principio de la prudencia, no vaya a ser que al cargarse el modelo autonómico se vaya al traste el resto de la Transición. Que lo del cambio climático será cierto o no, pero es una realidad política, social y económica con la que hay que lidiar y que la Unión Europea tendrá sus burocracias, sus grupos de presión y una colección de parlamentarios instalados en los mundos de Yupi –que a poco que te distraigas te devuelven a la Europa de postguerra, por lo cutre de aquella vida pequeña, encerrada en sí misma–, pero que deberían preguntarles a los ingleses qué tal les va solos. Y las cosas que son de cajón, como la restitución del delito de sedición o la desmemoria histórica, pues también están en el programa de la derechita cobarde.