Tribuna

La España mágica que imaginó la Transición

En algún momento, vamos a tener que aferrarnos a los encantos y encantamientos de este país para reconocernos de nuevo en ellos y seguir unidos

No es algo sobre lo que nuestros historiadores se pronuncien, pero uno de los efectos colaterales que tuvo la Transición en nuestro país fue el de alentar la idea de una «España mágica». No bromeo. Y menos ahora, con la que está cayendo. La búsqueda de las raíces atávicas, ritos, fiestas y lugares «de poder» muy anteriores a la dominación cristiana de la península, se convirtió en tendencia a finales de los setenta. ¿Nadie lo recuerda? Ese interés por redescubrir una España diferente lo impulsó la súbita sensación de que existía otro país dentro de éste; uno oculto, que llevaba siglos dormitando entre nosotros como en un encantamiento cervantino, sin que nadie hubiera sido capaz de reconocerlo. No hay duda de que fue Fernando Sánchez Dragó quien, contra todo pronóstico, convirtió su abultada ópera prima Gárgoris y Habidis en el banderín -banderón, más bien- de ese movimiento, pero también que otro autor consolidó esa idea gracias a los sesenta libros que publicó en las décadas siguientes.

El mismo año en el que Dragó subtituló su mamotreto «una historia mágica de España», Juan G. Atienza daba a imprenta Los santos imposibles. También aquel fue su primer libro y el desvelamiento de un santoral lleno de falsedades, biografías inventadas y cristianizaciones de héroes paganos, sintonizó de maravilla con un pueblo que deseaba sacudirse cuatro décadas de nacionalcatolicismo y explorar las historias que la censura le había hurtado.

Atienza fue el hijo de un librero republicano de Valencia. Estudio filología románica. De la universidad saltó al cine, convirtiéndose en ayudante de dirección en más de treinta de películas, hasta que José Luis Dibildos le produjo su primera cinta en 1964: «Los dinamiteros». Fue una comedia bien hecha, pero un fracaso de taquilla. Y el fiasco lo varó hasta que empezó a escribir guiones que nunca se rodarían, realizar programas efímeros para TVE y urdir un puñado de novelas de ciencia-ficción que terminaron en la mítica colección «Nebulae». En enero de 1965, en una carta que guardo como oro en paño, Atienza explicaba a Antonio Ribera -asesor de la «Nebulae» de Edhasa y temprano autor sobre ovnis- que «la ciencia-ficción no es un fin en sí, sino un medio de expresar ideas que, de otra forma, tal vez no serían admitidas por esa entidad oficial que muchos de nosotros hemos dado en llamar Doña Celestina». Atienza, pues, se pasó años bailando con la maldita censura, forjándose en ir a contracorriente, hasta que, llegada la «dictablanda», concentró sus esfuerzos en recorrer y reivindicar aquella España que era todo un secreto.

Acertó.

Emociona saber que sus dos Guías de la España mágica siguen en imprenta después de cuatro décadas. Y aún más que ayer, en el Auditorio de Zaragoza, casi cuatrocientas personas le rindieran homenaje como colofón a un largo fin de semana dedicado a poner en valor todos esos rincones heterodoxos que exploró. Autores como Dolores Redondo, Juan Eslava Galán o Jesús Callejo -al que podemos tildar ya de su «heredero espiritual»- repasaron en voz alta algunos de los argumentos atienzanos más notables: desde el Grial a pueblos malditos como los maragatos, los agotes o los hurdanos, pasando por el Camino de Santiago o las montañas sagradas. Fui yo quien me empeñé en reunirlos a todos bajo un mismo techo. Y también quien, con la ayuda de Callejo, les pedí el esfuerzo de sintetizar -casi medio siglo después de la Transición- los elementos que aún nos sirven para distinguir un lugar mágico de uno vulgar.

Durante los meses previos al Encuentro Internacional de Ocultura de ayer – «ocultura» como neologismo de la cultura que esconde todo misterio-, casi sesenta «discípulos» de Atienza trabajaron para reducir a diez esos elementos identificativos. El documento resultante fue presentado en sociedad el sábado y deja claro que el sentido de lo mágico no conoce fronteras ni límites administrativos. Es algo transversal. Según ellos, los «mágicos» son lugares marcados por mitos y leyendas, con topónimos que subrayan su excepcionalidad, que son o han sido objeto de peregrinaciones, que armonizan con el Universo gracias a la orientación astronómica de sus templos, que disponen de montañas, cursos de agua, cuevas, árboles o piedras de probada veneración, o que aún hoy son escenarios de fenómenos inexplicados -que no necesariamente inexplicables.

Este decálogo consensuado en Ocultura -al que algunos llaman ya la «declaración de Zaragoza»- habría hecho sonreír a un Atienza tan gruñón como perspicaz. Juan, por desgracia, nos dejó en 2011. Diez años antes, un infarto le dio el aviso que necesitaba para dejar de fumar y tomarse la vida un poco más relajada, pero lo cierto es que siguió levantándose antes del alba para teclear durante doce o trece horas al día sus atlas templarios y sus calendarios de fiestas sagradas.

La última vez que hablé con él andaba algo desencantado. Acababa de cumplir los ochenta y se preguntaba si habría hecho bien en dedicarle tantas horas a su «España mágica». «Quizá debí pasar más tiempo con mi mujer y menos estudiando», mascullaba. «¿Va a servir de algo tanto esfuerzo?» Pero su queja apenas duró un par de toses. Él sabía -como lo saben ya quienes asistieron este fin de semana a su homenaje- que, en algún momento, vamos a tener que aferrarnos a los encantos y encantamientos de este país para reconocernos de nuevo en ellos y seguir unidos. Y para eso, el trabajo de Atienza servirá… y mucho. Al tiempo.