Con su permiso

La izquierda, el campo y el cacique

El campo ha sido abandonado por esta parte de la política que ha asumido el discurso que extiende el animalismo y que sitúa a la producción ganadera como una suerte de paradigma del maltrato

Llega a su fin la ola de calor en España. Ana contempla a sus vacas desde la ventana de su cocina, al abrigo fresco del sol que hornea el prado en el que pastan y el bosque en el que a veces se refugian. El calor también altera a los animales. Las vacas están desconcertadas e incómodas ante una situación tan nueva para ellas como son las altas temperaturas en la cornisa verde del Cantábrico. Por fin se acaba. Ya estaba empezando a notarse en la producción de leche. Quien no trabaja con animales ignora lo mucho que su estado de ánimo afecta a su capacidad. Abrumadas por el calor, como cuando se estresan por miedo o por maltrato, las vacas de leche recortan considerablemente su rendimiento.

Ana es ganadera por estirpe pero también por vocación. A sus treinta y tres años hoy lo es, sobre todo, porque cree en lo que hace y en lo que su trabajo supone para la comunidad.

Quiere y respeta a sus animales. Son su vida y su sustento. Y mantiene con ellos, como todos los ganaderos de esa tradicional zona lechera que es el norte de España, un acuerdo de colaboración que implica compromiso por ambas partes: yo te crío, te doy de comer, te procuro unas condiciones de vida lo más favorables posible y tú me entregas a cambio el precioso líquido blanco que es alimento y con cuya elaboración y venta me gano la vida.

Cada uno en su lugar. Conviviendo sobre un acuerdo que se ha mantenido desde que el hombre abrazó la agricultura y el pastoreo.

Ana colabora en un programa de televisión local. Le gusta la comunicación. Hace poco, en una de sus intervenciones, tuvo que soportar los públicos reproches de otra contertulia que le acusaba de maltrato animal y explotación por el simple hecho de ser ganadera y comercializar productos lácteos de sus vacas. No es algo extraordinario. En estos tiempos de estabulación de las ideas y sometimiento a lo políticamente correcto, el campo en general y los ganaderos en particular están a menudo siendo víctimas de una marginación tan asombrosa como injusta. Casi se les aplica esa llamada «cultura de la cancelación» que supone cancelar, cerrar, apartar…marginar al alguien porque lo que piensa o lo que hace nos pueda parecer ofensivo.

El discurso de humanización de los animales, que es la más perversa y sutil forma de maltrato, puesto que les priva de su condición y contamina nuestra relación con ellos, ha prendido entre gran parte de la población. Sobre todo la urbana, que desconoce el mundo rural y su idea del diálogo animal proviene de sus perros o gatos que casi siempre ocupan el territorio familiar como uno más. Ana, de hecho, tiene un trato con sus perros perfectamente asimilable a cualquier vecino de cualquier ciudad española: andan por casa como quieren. Es diferente con los mastines, pero por la propia reserva de ellos. Su labor es vigilar y han de hacerlo fuera, junto a las vacas, en la linde del bosque por donde llega el lobo, con el que ya han tenido algún encuentro como delatan sus cicatrices.

Ana siempre votó a la izquierda. Ya no lo hace. Como muchos votantes de lo que ellos mismos llaman «lo rural». El campo ha sido abandonado por esta parte de la política que ha asumido el discurso que, por desinterés y desconocimiento, extiende el animalismo y que sitúa a la producción ganadera como una suerte de paradigma del maltrato. Y su producto como algo menos saludable que otros similares o sustitutivos. Son los malos y los insanos, así señalados por quienes desde las ciudades opinan y legislan con poco o nulo conocimiento. Si a esto se unen las dificultades que encierra el trabajo en sí, los problemas por subidas de precios en los costes de producción, no siempre ajustados a lo que ellos cobran por el producto, y la frecuente lejanía de centros de salud, de ocio o de cultura, los ganaderos como Ana lo tienen cada vez más difícil para seguir adelante, para darnos de comer a los demás.

Se pregunta Ana hasta cuándo la política que reivindica lo social y la justicia va a seguir olvidando al campo. Se lamenta de que ni siquiera se estén dando cuenta de que su abandono de lo rural está propiciando que sea la extrema derecha quien vaya poco a poco conquistando el territorio. Recuperándolo. Se lo están dejando libre y con las puertas abiertas. Frente a quienes compran el discurso de que la ganadería es una función prescindible y casi insana, o que la agricultura puede seguir sometida a políticas brutales de precios y explotación, se vuelve a perfilar cada vez más la figura paternal y corrosiva del cacique, del señor de pueblo que conoce los problemas de la gente y se apresta a solucionarlos. ¿Por qué se hace Vox con las consejerías de Agricultura?

Está convencida de que es fruto de ese abandono, no sabe si intencionado o no, desde luego evidente, de los demás partidos, alejados e ignorantes de una realidad que parecen despreciar.

Ana alumbrará dentro de poco su primer hijo. Se pregunta si el horizonte que hoy contempla, las vacas en los prados, el bosque vivo, seguirán siendo para él paisaje y sustento. Se teme que no.