Sevilla
Merodeadores
Cada estación tiene su artículo tópico e igual que César González-Ruano anunciaba el invierno con su oda a la castañera o los líricos de todas las generaciones anticipan la primavera en cuanto aparece una flor en un almendro, el éxodo del primer fin de semana agosteño bien merece el recordatorio de las precauciones que pueden tomarse para que los cacos no desvalijen el domicilio vacante. La misma noche del 1, medio insomne por el jet lag, deambulaba por la casa: del baño a la nevera y de esta al sillón, donde confiaba en un encuentro con Morfeo patrocinado por una novela de lance comprada en la estación de Atocha. Embotado por doce horas de exposición ininterrumpida al aire acondicionado, decidí apagarlo y abrir las ventanas, a ver si la madrugada traía un soplo de esa brisa obstinadamente negada por la canícula y los toldos que coloca el Ayuntamiento que, lejos de refrescar, convierten la calle en un invernadero sin ventilación. Iba a haber suerte, parece, pero enseguida se disparó hacia otro rumbo el pensamiento enfrascado en estas tontas cavilaciones meteorológicas: dos merodeadores escudriñaban las ventanas en busca de a saber qué cosa, en una calle desierta a las tres de la mañana. ¿Pisos vacíos y listos para asaltar? No tenían aspecto de ladrones, colegí pese a no llevar las gafas puestas, aunque su actitud no era la de los noctívagos de costumbre, borrachos que pegan la hebra en cualquier esquina antes de irse a acostar o guiris traicionados por el GPS en busca de un buen samaritano que les indique el camino a su residencia eventual. En cuanto establecí contacto visual con ellos, se marcharon escopetados y, lo que resulta más sospechoso, siguieron más serios que un luto a pesar de estar contemplando a un gorila blanco paseando en pelota picada por delante de un balcón.
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