
Tribuna
Milei Año Uno: motosierra a la inflación y a la República
La democracia, ya fracturada, puede quedar próxima a pagar un precio altísimo por esta estabilización económica
Habla un argentino de otro argentino. Y, como dice la publicidad tan simpática del Santander con Ricardo Darín, es difícil dejarnos sin palabras. Pero este caso es diferente: Milei no deja a nadie mudo. Por el contrario, entre su extravagancia y su éxito económico, está en el hablar de todos. Sí, Javier Milei, el economista anarco libertario que prometió dinamitarlo todo, ha convertido a Argentina en tema de conversación global en el último año. No es poca cosa en un país acostumbrado a que lo miren con fascinación, ya sea por Messi, Maradona o, ahora, un presidente que parece mezclar lo mejor –y lo peor– de un dirigente: un narcisista impredecible con destellos de grandeza, locura y un magnetismo potente e inquietante. El resultado de este año desenfrenado deja un equilibrio ambiguo, donde los logros y las heridas del mandato conviven en tensión.
Y no es para menos. La motosierra de Milei ha logrado en un año lo que parecía inalcanzable. La inflación, ese monstruo que devoraba a la economía argentina, cayó de un insostenible 13% mensual a un 3% que empieza a parecer manejable. El gasto público se recortó en un tercio en términos reales, y la prima de riesgo país se desplomó de 2000 a menos de 1000 puntos. Incluso el peso argentino, eterno símbolo de fragilidad, está en un selecto grupo de monedas que no se deprecian frente al dólar trumpista. Por si fuera poco, el gobierno ha logrado un superávit primario constante, un logro que parecía reservado para otros tiempos o, mejor dicho, para otros países. Una descripción de Argentina alucinante.
Pero no se puede hablar de Milei sin hablar de las paradojas que lo definen. Estos números, tan extravagantes como su estilo, tienen un costo que golpea con fuerza a los más vulnerables. Según la Universidad Católica Argentina, el 29,4% de los hogares recortó gastos en medicamentos, el 27,1% dejó de pagar servicios básicos, y el 49,9% de la población sigue en la pobreza, con un 65,5% de niños en situación de vulnerabilidad. La apertura de las importaciones, celebrada como un alivio para los consumidores, amenaza con desbalancear la balanza comercial y asfixiar aún más a la producción nacional. Es el clásico modelo argentino: resolver una crisis inmediata sembrando las semillas de la próxima.
Mientras tanto, Milei ha dejado claro que su batalla no se libra solo en el campo económico, sino también en el cultural. Y ahí es donde el peligro se hace evidente. Su desprecio no es solo contra la casta. Ahora ha arremetido contra cualquier pensamiento moderado, centrista, por cualquier intento de consenso. No es un accidente, es una estrategia y un método. En este juego de extremos, Milei necesita enemigos, y los construye con su retórica implacable. Según un informe de Horacio Rodríguez Larreta, ex jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y ex precandidato a presidente, en su primer año de gobierno utilizó al menos 32 términos distintos para descalificar a personas e instituciones. Pero no se trata solo de insultos: es un proyecto político diseñado para pasar la motosierra a las instituciones democráticas, debilitarlas y sustituirlas por un modelo donde el poder se concentra en un líder sin mediaciones ni límites.
El costo institucional de este estilo de liderazgo se acumula como una deuda silenciosa. La democracia, ya fracturada, puede quedar próxima a pagar un precio altísimo por esta estabilización económica. El peso se revaloriza, pero la república se devalúa. Mark Lilla describe este fenómeno en su ensayo «El sorprendente encanto de la ignorancia». En tiempos de crisis, las ‘certezas absolutas’ suelen triunfar sobre el razonamiento complejo. Milei ha capitalizado esta dinámica, ofreciendo respuestas simples y contundentes a problemas estructurales que exigen algo más que soluciones de manual. Su discurso no busca convencer ni construir, solo imponer. Un año después, el equilibrio de Javier Milei es tan polarizante como él mismo. Milei gobierna con una lógica de «ellos contra nosotros» que no sólo fragmenta a la sociedad, sino que mina los principios básicos de la convivencia democrática.
Sus ataques constantes al poder Legislativo, a la Justicia, a todo organismos del Estado y medios de comunicación no son meras bravatas; son golpes sistemáticos a los pilares del sistema. En este sentido, el proyecto Milei no es solo un experimento económico, sino un ajuste institucional que redefine las reglas del juego a su favor. Por eso, todo tan nuevo y a la vez todo tan parecido al discurso violento kirchnerista. «Si tiene cuatro patas, cola y ladra, es un perro». En este caso, todo indica una remake del «populismo».
Como escribimos hace tiempo en esta misma tribuna, Milei es un fenómeno maradoniano, donde todo puede ser tan glorioso como desastroso a la vez. Y, como siempre en Argentina, este espectáculo no se limita a fronteras adentro. Lo que está ocurriendo aquí no es un fenómeno barrial; es un laboratorio político y económico que el mundo observa con fascinación, pero que en Argentina empieza a encender ciertas luces de alarma. Es cierto, Milei ha puesto a Argentina en el centro de la escena global, no solo por sus números, sino por la pregunta que deja flotando: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar?
Argentina, como siempre, juega al límite. Y Milei no rompe la regla: la encarna. Como un maradoniano puro, promete lo imposible y lo cumple, pero dejando un rastro de incertidumbre que nadie puede ignorar. El país, como su presidente, sigue moviéndose entre la genialidad y el abismo. Y el mundo, una vez más, no puede dejar de mirar. Y Milei, como reflejo de esa esencia, no es la excepción: es el país mismo en su versión más extravagante, ambiciosa y peligrosa. Y estos solo fueron los primeros 365 días en la Casa Rosada. To be continued...
Juan Dillones periodista y analista en temas internacionales.
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